domingo, 23 de junio de 2013

Decálogo del buen escritor

De la página de Sinjania, me permito reproducir este decálogo que no contiene más que verdades verdaderas :-)


  1. Un buen escritor es un buen lector. 
  2. Un buen escritor sabe que toda literatura es política. Un buen escritor debe ser capaz de sostener al menos durante un breve lapso una ideología, una visión del mundo, sin por eso convertirse en panfletario. 
  3. Un buen escritor escribe mucho. Escribe siempre. Escribe en cualquier circunstancia. Escribe. Escribe aunque sea tarde, aunque venga el sueño, aunque el cuerpo no pueda más. Escribe con insomnio o después de dormir mucho. De mañana, cuando está todo callado, o muy tarde, cuando también está todo callado. 
  4. Un buen escritor busca la poética adecuada que represente lo que escribe. 
  5. Un buen escritor corrige. Corrige siempre que sea posible. Reescribe. Un buen escritor sabe que el único texto malo es el que no se concluye.
  6. Un buen escritor lleva cuadernos de ideas, blocs con oraciones, papeles escritos en cualquier parte para retener las ideas. Un buen escritor lleva un diario. 
  7. Un buen escritor afina los sentidos. Sabe que la descripción sensorial es la que da robustez a los relatos. Un buen escritor es un buen observador, tiene el oído atento, percibe con atención lo que pasa en una charla, en un encuentro, en los pasos de alguien.
  8. Un buen escritor tiene siempre presente que el lenguaje es su patria. Sabe que definir un lenguaje en el momento de escribir es parte de la columna vertebral de un texto.
  9. Un buen escritor desconfía de los adjetivos. Cuando el adjetivo no da vida, mata.
  10. Un buen escritor busca los procedimientos de las otras artes y los adapta a la literatura. La música, la pintura, el cine, el teatro... están ahí para ayudar a escribir.

jueves, 13 de junio de 2013

Blanca. Ejercicio 11.1 y 11.2. Tiempo y espacio.

La imagen del culpable

            Ana no podía dormir a pesar de haberse tomado un somnífero. Hacía algo más de un año que estaba en tratamiento psiquiátrico para paliar las crisis de pánico. Éstas empezaron la noche en la alguien la había disparado a bocajarro. El psiquiatra la había atiborrado de tranquilizantes e hipnóticos que la provocaba un estado de sopor durante todo el día, pero al llegar el atardecer, los temblores se hacían más evidentes y el nerviosismo se apoderaba de ella provocándola estados de vigilia. ¡Si al menos hubieran descubierto al culpable! La policía estaba a punto de cerrar el caso por falta de pruebas. Nadie había forzado la puerta de entrada de la casa. El arma que habían encontrado en el lugar de los hechos, y con la que la habían disparado en el tórax, era una Colt M1911 propiedad del marido de Ana. El disparo se había hecho desde muy cerca y no había síntomas de forcejeo. A las nueve de la mañana, como todos los días, la asistenta había llegado al domicilio. No se percató de nada extraño, hasta que entró en el dormitorio de los señores. Allí encontró a Ana, tendida inconsciente en el suelo y herida de gravedad. El esposo fue el primer sospechoso que tuvieron los investigadores, pero a la hora del intento de homicidio se encontraba en una cena que había dado la empresa en Connecticut. Barajaron también la posibilidad de que hubiera contratado a alguien, pero esto también fue descartado ya que los exhaustivos análisis que se efectuaron en el domicilio, así lo confirmaban. Sólo ella hubiera podido dar alguna pista sobre lo ocurrido, pero su memoria se negaba a recordar.

            De nuevo su marido había tenido que dejarla sola por motivos de trabajo. Ella se había negado a irse a dormir a casa de un amigo pensando que no le haría falta. Confiaba en los efectos que tendría la medicación si ingería el doble de lo prescrito. Pero sus suposiciones fueron erróneas. Aquella intranquilidad, que la desazonaba hasta límites insospechados, había derribado las murallas de los ansiolíticos. Un golpe pulsante en las sienes la martirizaba, pero lo que realmente la mortificaba eran los latidos arrítmicos de su corazón. Revolvió el cajón de la mesilla buscando un calmante que la apaciguara el dolor de cabeza que empezaba a ser insoportable. De repente, sus dedos se chocaron con algo duro y frío. Una luz cegadora invadió su mente intentando iluminar un obscuro recuerdo. El fuerte tirón que dió al agarrador, sacó el cajón de sus railes y provocó la caída de éste. Todo lo que contenía se esparció por el suelo, pero sus ojos tan sólo se depositaron en el arma. La cogió entre sus manos temblorosas y salió del dormitorio hacia el despacho. Un halo de bruma se había instalado en su pensamiento, pero de vez en cuando se disipaba y la asaltaban imágenes inconexas que no sabía juzgar de un modo racional. Encendió el ordenador que se encontraba en el escritorio y tecleó en el google “imágenes de revólveres”. No tardó en descubrir que la pistola que tenía con ella era una Colt, en concreto la 1911, el mismo tipo de arma, que según la policía, habían usado contra ella. Absolutamente mareada, se dirigió al teléfono y marcó un número.

            —Fuiste tú.

            —Ana, ¿eres tú? Habla más fuerte, que con todo el bullicio que hay, no oigo. Espera, que salgo fuera. Voy a ver qué quiere mi mujer —explicó a un comensal de su misma mesa—. Dime.

            —Fuiste tú —susurró con una voz apenas audible.

            —Fui yo ¿qué?

            —Tú me disparaste.

            —Que yo, ¿qué? Ana, no fui yo. Tranquila, no cuelgues el teléfono. Sigue hablándome. ¿Ana? ¡Dios, ha colgado!

            Ana salió de la habitación  y regresó de nuevo a su dormitorio. Depositó en el espejo del tocador su mirada perdida.

            —¿Quién eres tú? —preguntó a la figura que se reflejaba —.  Supongo que mi marido te ha prestado la llave para que entres. ¿Vas a intentar otra vez matarme? Esta vez yo tomaré la delantera.

            El silbido, apenas audible, de una bala proyectada por una pistola con silenciador, no llegó a escucharse fuera de la alcoba.

domingo, 9 de junio de 2013

Blanca. Ejercicio 11.1 y 11.2. Tiempo y espacio.


El vampiro de los mares

            Luis se escondió dentro del despacho mientras su hermano Juan lo buscaba. Ambos tenían prohibido la entrada en aquella habitación que era utilizada como lugar de trabajo de su padre. Incluso, últimamente, había instalado un cerrojo que cerraba el acceso desde fuera. Pero hoy, alguien había dejado la llave puesta en la cerradura. Se ocultó detrás de la puerta, la entornó suavemente y contuvo la respiración al oír que se hermano se acercaba. Clack, sonó el picaporte al cerrarse.

            —Ahí te quedas. Me llevo la llave. ¿Qué te creías, que no te había visto?

            — ¡Abre, idiota! —le gritó metiendo un puñetazo a la puerta.

            — ¡Qué te vaya bien, “pringao”! —fue lo último que dijo mientras se alejaba por el pasillo.

            Juan tomó aire y cerró los ojos para contener la furia que en aquellos momentos lo envolvía. Al abrirlos comprobó horrorizado que alguien había subido, del garaje, el acuario. No sabía por qué, pero aquella enorme pecera siempre le había hecho sentirse mal. Un nuevo susto hizo que sus pulsaciones se aceleraran al escuchar las campanadas de la catedral que anunciaban la siete de la tarde. Volvió a inhalar aire y a soltarlo lentamente con la intención de tranquilizarse. Echó una ojeada a la sala intentando no poner la vista sobre aquel recipiente lleno de agua que tanto malestar le causaba. Al lado contrario de la habitación se encontraba la mesa en la que su padre solía trabajar con el ordenador. Se acercó hacia allí, se sentó y pulsó el intro del equipo. La pantalla se iluminó para dar paso a un artículo. Movió la rueda del ratón, cambiando de una página a otra, hasta que una fotografía de un pez llamó poderosamente su atención. La imagen mostraba a un espécimen con dientes de sierra y con un cuerpo de aspecto arenoso. Instigado por la curiosidad, empezó a leer el texto:

“El vampiro de los mares”

            Esta especie habita en aguas dulces. Sus aletas se transforman en alas al atardecer, y es entonces, a la caída de la tarde, cuando nos encontramos con una fiera extremadamente peligrosa. Se aconseja no mirarla nunca a los ojos para evitar que adquiera excesivo tamaño. Hay que tener especial atención con los ambientes limpios. Tan sólo el monóxido de carbono contribuye a aletargar su agresividad.

            De repente tuvo una corazonada: ¿Es posible que su padre hubiera sacado aquella enorme pecera del garaje para evitar estos gases tóxicos? ¿Por qué estaba investigando este animal tan extraño?

            En un arrebato de osadía decidió indagar cuál era el contenido del acuario. Se acercó lentamente contemplando el agua cristalina carente de vida animal. Se quedó mirando en el interior del vivero, pero allí no había nada, o él no veía nada. El ocaso había venido con las sombras que le son propias y los objetos de la sala empezaban a perder las líneas que los definían. Tanteó las paredes del depósito en busca del interruptor que iluminaba la pecera. —Aquí está —pensó pulsando el botón. Puso las manos a modo de prismáticos y las reposó sobre el cristal. — ¿Qué era aquello que había sobre la gravilla del fondo?—. Buscó en los cajones del escritorio algo, suficientemente alargado, para remover la arena. Encontró una regla y la cogió. Acercó una silla, se subió en ella, se remangó el jersey e introdujo el brazo hasta más del codo. Con la regla movió el sílice hasta que un ser, de inmensas alas de murciélago, saltó hacia la superficie depositando sus fríos ojos añil sobre las pardas córneas de Luis. No hubo gritos, sólo se oyó el suave sonido del chapoteo, cuando una gigantesca boca con dientes de sierra se abrió para engullir parte del rostro del niño llevándolo al fondo de arenilla.

            Aquella noche nadie cenó. Todo el mundo buscaba a Luis. Todos menos su hermano porque sabía dónde podía encontrarlo, pero no habló por miedo a la reacción que su padre pudiera tener. Unas horas más tarde la policía fue quién encontró, rodeado de un gran charco de sangre, un cuerpo de niño decapitado.