- Un buen escritor es un buen lector.
- Un buen escritor sabe que toda literatura es política. Un buen escritor debe ser capaz de sostener al menos durante un breve lapso una ideología, una visión del mundo, sin por eso convertirse en panfletario.
- Un buen escritor escribe mucho. Escribe siempre. Escribe en cualquier circunstancia. Escribe. Escribe aunque sea tarde, aunque venga el sueño, aunque el cuerpo no pueda más. Escribe con insomnio o después de dormir mucho. De mañana, cuando está todo callado, o muy tarde, cuando también está todo callado.
- Un buen escritor busca la poética adecuada que represente lo que escribe.
- Un buen escritor corrige. Corrige siempre que sea posible. Reescribe. Un buen escritor sabe que el único texto malo es el que no se concluye.
- Un buen escritor lleva cuadernos de ideas, blocs con oraciones, papeles escritos en cualquier parte para retener las ideas. Un buen escritor lleva un diario.
- Un buen escritor afina los sentidos. Sabe que la descripción sensorial es la que da robustez a los relatos. Un buen escritor es un buen observador, tiene el oído atento, percibe con atención lo que pasa en una charla, en un encuentro, en los pasos de alguien.
- Un buen escritor tiene siempre presente que el lenguaje es su patria. Sabe que definir un lenguaje en el momento de escribir es parte de la columna vertebral de un texto.
- Un buen escritor desconfía de los adjetivos. Cuando el adjetivo no da vida, mata.
- Un buen escritor busca los procedimientos de las otras artes y los adapta a la literatura. La música, la pintura, el cine, el teatro... están ahí para ayudar a escribir.
domingo, 23 de junio de 2013
Decálogo del buen escritor
De la página de Sinjania, me permito reproducir este decálogo que no contiene más que verdades verdaderas :-)
jueves, 13 de junio de 2013
Blanca. Ejercicio 11.1 y 11.2. Tiempo y espacio.
La imagen del culpable
Ana
no podía dormir a pesar de haberse tomado un somnífero. Hacía algo más de un
año que estaba en tratamiento psiquiátrico para paliar las crisis de pánico.
Éstas empezaron la noche en la alguien la había disparado a bocajarro. El psiquiatra
la había atiborrado de tranquilizantes e hipnóticos que la provocaba un estado
de sopor durante todo el día, pero al llegar el atardecer, los temblores se
hacían más evidentes y el nerviosismo se apoderaba de ella provocándola estados
de vigilia. ¡Si al menos hubieran descubierto al culpable! La policía estaba a
punto de cerrar el caso por falta de pruebas. Nadie había forzado la puerta de
entrada de la casa. El arma que habían encontrado en el lugar de los hechos, y
con la que la habían disparado en el tórax, era una Colt M1911 propiedad del
marido de Ana. El disparo se había hecho desde muy cerca y no había síntomas de
forcejeo. A las nueve de la mañana, como todos los días, la asistenta había llegado
al domicilio. No se percató de nada extraño, hasta que entró en el dormitorio
de los señores. Allí encontró a Ana, tendida inconsciente en el suelo y herida
de gravedad. El esposo fue el primer sospechoso que tuvieron los
investigadores, pero a la hora del intento de homicidio se encontraba en una cena
que había dado la empresa en Connecticut. Barajaron también la posibilidad de
que hubiera contratado a alguien, pero esto también fue descartado ya que los
exhaustivos análisis que se efectuaron en el domicilio, así lo confirmaban. Sólo
ella hubiera podido dar alguna pista sobre lo ocurrido, pero su memoria se
negaba a recordar.
De
nuevo su marido había tenido que dejarla sola por motivos de trabajo. Ella se
había negado a irse a dormir a casa de un amigo pensando que no le haría falta.
Confiaba en los efectos que tendría la medicación si ingería el doble de lo
prescrito. Pero sus suposiciones fueron erróneas. Aquella intranquilidad, que
la desazonaba hasta límites insospechados, había derribado las murallas de los
ansiolíticos. Un golpe pulsante en las sienes la martirizaba, pero lo que
realmente la mortificaba eran los latidos arrítmicos de su corazón. Revolvió el
cajón de la mesilla buscando un calmante que la apaciguara el dolor de cabeza
que empezaba a ser insoportable. De repente, sus dedos se chocaron con algo
duro y frío. Una luz cegadora invadió su mente intentando iluminar un obscuro
recuerdo. El fuerte tirón que dió al agarrador, sacó el cajón de sus railes y
provocó la caída de éste. Todo lo que contenía se esparció por el suelo, pero
sus ojos tan sólo se depositaron en el arma. La cogió entre sus manos
temblorosas y salió del dormitorio hacia el despacho. Un halo de bruma se había
instalado en su pensamiento, pero de vez en cuando se disipaba y la asaltaban
imágenes inconexas que no sabía juzgar de un modo racional. Encendió el
ordenador que se encontraba en el escritorio y tecleó en el google “imágenes de
revólveres”. No tardó en descubrir que la pistola que tenía con ella era una
Colt, en concreto la 1911, el mismo tipo de arma, que según la policía, habían
usado contra ella. Absolutamente mareada, se dirigió al teléfono y marcó un
número.
—Fuiste
tú.
—Ana,
¿eres tú? Habla más fuerte, que con todo el bullicio que hay, no oigo. Espera,
que salgo fuera. Voy a ver qué quiere mi mujer —explicó a un comensal de su
misma mesa—. Dime.
—Fuiste
tú —susurró con una voz apenas audible.
—Fui
yo ¿qué?
—Tú
me disparaste.
—Que
yo, ¿qué? Ana, no fui yo. Tranquila, no cuelgues el teléfono. Sigue hablándome.
¿Ana? ¡Dios, ha colgado!
Ana
salió de la habitación y regresó de
nuevo a su dormitorio. Depositó en el espejo del tocador su mirada perdida.
—¿Quién
eres tú? —preguntó a la figura que se reflejaba —. Supongo que mi marido te ha prestado la llave
para que entres. ¿Vas a intentar otra vez matarme? Esta vez yo tomaré la
delantera.
El silbido,
apenas audible, de una bala proyectada por una pistola con silenciador, no llegó a escucharse fuera de la alcoba.
domingo, 9 de junio de 2013
Blanca. Ejercicio 11.1 y 11.2. Tiempo y espacio.
El vampiro de los mares
Luis
se escondió dentro del despacho mientras su hermano Juan lo buscaba. Ambos
tenían prohibido la entrada en aquella habitación que era utilizada como lugar
de trabajo de su padre. Incluso, últimamente, había instalado un cerrojo que
cerraba el acceso desde fuera. Pero hoy, alguien había dejado la llave puesta
en la cerradura. Se ocultó detrás de la puerta, la entornó suavemente y contuvo
la respiración al oír que se hermano se acercaba. Clack, sonó el picaporte al
cerrarse.
—Ahí
te quedas. Me llevo la llave. ¿Qué te creías, que no te había visto?
— ¡Abre,
idiota! —le gritó metiendo un puñetazo a la puerta.
— ¡Qué
te vaya bien, “pringao”! —fue lo último que dijo mientras se alejaba por el
pasillo.
Juan
tomó aire y cerró los ojos para contener la furia que en aquellos momentos lo
envolvía. Al abrirlos comprobó horrorizado
que alguien había subido, del garaje, el acuario. No sabía por qué, pero
aquella enorme pecera siempre le había hecho sentirse mal. Un nuevo susto hizo
que sus pulsaciones se aceleraran al escuchar las campanadas de la catedral que
anunciaban la siete de la tarde. Volvió a inhalar aire y a soltarlo lentamente
con la intención de tranquilizarse. Echó una ojeada a la sala intentando no poner
la vista sobre aquel recipiente lleno de agua que tanto malestar le causaba. Al
lado contrario de la habitación se encontraba la mesa en la que su padre solía
trabajar con el ordenador. Se acercó hacia allí, se sentó y pulsó el intro del
equipo. La pantalla se iluminó para dar paso a un artículo. Movió la rueda del
ratón, cambiando de una página a otra, hasta que una fotografía de un pez llamó
poderosamente su atención. La imagen mostraba a un espécimen con dientes de
sierra y con un cuerpo de aspecto arenoso. Instigado por la curiosidad, empezó
a leer el texto:
“El vampiro de los mares”
Esta especie habita
en aguas dulces. Sus aletas se transforman en alas al atardecer, y es entonces,
a la caída de la tarde, cuando nos encontramos con una fiera extremadamente
peligrosa. Se aconseja no mirarla nunca a los ojos para evitar que adquiera
excesivo tamaño. Hay que tener especial atención con los ambientes limpios. Tan
sólo el monóxido de carbono contribuye a aletargar su agresividad.
De
repente tuvo una corazonada: ¿Es posible que su padre hubiera sacado aquella
enorme pecera del garaje para evitar estos gases tóxicos? ¿Por qué estaba
investigando este animal tan extraño?
En
un arrebato de osadía decidió indagar cuál era el contenido del acuario. Se
acercó lentamente contemplando el agua cristalina carente de vida animal. Se
quedó mirando en el interior del vivero, pero allí no había nada, o él no veía
nada. El ocaso había venido con las sombras que le son propias y los objetos de
la sala empezaban a perder las líneas que los definían. Tanteó las paredes del
depósito en busca del interruptor que iluminaba la pecera. —Aquí está —pensó
pulsando el botón. Puso las manos a modo de prismáticos y las reposó sobre el
cristal. — ¿Qué era aquello que había sobre la gravilla del fondo?—. Buscó en
los cajones del escritorio algo, suficientemente alargado, para remover la
arena. Encontró una regla y la cogió. Acercó una silla, se subió en ella, se
remangó el jersey e introdujo el brazo hasta más del codo. Con la regla movió
el sílice hasta que un ser, de inmensas alas de murciélago, saltó hacia la
superficie depositando sus fríos ojos añil sobre las pardas córneas de Luis. No
hubo gritos, sólo se oyó el suave sonido del chapoteo, cuando una gigantesca
boca con dientes de sierra se abrió para engullir parte del rostro del niño
llevándolo al fondo de arenilla.
Aquella
noche nadie cenó. Todo el mundo buscaba a Luis. Todos menos su hermano porque
sabía dónde podía encontrarlo, pero no habló por miedo a la reacción que su
padre pudiera tener. Unas horas más tarde la policía fue quién encontró,
rodeado de un gran charco de sangre, un cuerpo de niño decapitado.
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