Cuando llegamos ya había varios comensales comiendo. Esperamos unos instantes hasta que el maître se nos acercó y educadamente nos ofreció una mesa próxima a la ventana. Después nos tendió la carta y se fue. Al cabo de un rato regresó y apuntó en una libreta lo que deseábamos comer. Mientras nos servían el primer plato, cogí la mano de mi prometido y la estruje entre las mías.
— ¿A qué están frías? —pregunté conocedora de la respuesta—. Gracias, es preciosa, pero no deberías haberte gastado tanto dinero.
Y alargué mi mano mostrando un dorado anillo que rodeaba una piedra con destellos cristalinos. Me tomó los dedos y me los besó. Y la cosa puede que hubiera ido a más si no fuera por el griterío que se había organizado en el comedor. De repente, el causante de tanto alboroto, se encaminó hacia nosotros mientras el maître, muy apurado le perseguía intentando calmarlo. Cuando llegó a donde estábamos, se volvió hacia el jefe del comedor y señalando nuestra mesa dijo:
—Le he dicho que quiero ésta, como todos los viernes, ¿por qué iba hoy a ser distinto?
—No se preocupe señor, en unos instantes tendrá libre otra mesa desde la que pueda divisar nuestros jardines —le tranquilizó el camarero.
—No quiero otra mesa, quiero esa mesa —aclaró deletreando esa con el finenfatizar sus pretensiones.
Todos los asistentes del restaurante nos miraban de reojo interesados en la evolución del conflicto.
—A nosotros nos da lo mismo esta mesa u otra cualquiera —salió mi novio en auxilio.
—Será a ti, porque yo no considero que deba moverme —manifesté avivando el incendio.
—Señora —se dirigió a mí elhombre que acababa de llegar.
—Señorita, si no le importa, aún no me he casado. El anillo de pedida —aclaré, extendiéndole orgullosa la mano con los dedos desplegados para lucir mejor la joya.
—Señora o señorita, como Vd. comprenderá a mí me da igual. Los viernes, la mesa en la que están Vds. es la mesa en donde yo tomo mi almuerzo, por lo tanto esa mesa es mía.
—Mire Vd., caballero, yo no veo que en ninguna parte ponga que esta mesa le pertenece. Esto de que los últimos serán los primeros, se refiere al reino de los cielos, por lo que elija cualquier otro sitio para sentarse.
—Pero Adela, ¿qué más nos da a nosotros estar en un sitio u otro? —me pidió mi novio con el temor de que la cosa fuera a más y acabara todo con un duelo.
—Por eso que da lo mismo, de aquí no me mueve nadie. Escoja otro lugar para ponerse —defendí mi posición.
Todos guardaban silencio en el salón para no perderse ni una sola palabra de lainnecesaria trifulca que se había montado.
—Veo que pertenece Vd. a ese grupo de personas que se divierten apabullando al prójimo. Muy interesante, creo que voy a tomar asiento al lado suyo.
—Yo en cambio no le considero una persona interesante, sino más bien arrogante. Al grupo de personas en las que me integro son las que no permiten que se les intimide —le rebatí—. Levántese inmediatamente, Vd. no está invitado a la comida.
—Yo no necesito que nadie me invite, tengo dinero más que de sobra para comer cada día en una ciudad distinta: Londres, Nueva York, París…
—Más que presuntuoso resulta Vd. pedante —atajé despectivamente.
—Adela, nos da lo mismo, permite a este señor que se siente en esta mesa —suplicó mi prometido asustado por el cariz que estaba tomando la afrenta.
—Es que ya sabes que yo soy muy torpe y puedo manchar sin querer al invitado que va a pagar nuestra comilona —y dicho esto, pegué un manotazo a la copa repartiendo el vino que había en su interior entre el mantel, la chaqueta y el pantalón del ilustre invitado—. ¡Uy, perdón, ha sido sin querer!
Para sorpresa mía y de todos cuantos allí estaban, soltó una carcajada y con una sonrisa en la boca me habló con afabilidad:
—Es Vd. mucho más divertida de lo que parece a simple vista. En cambio, la apariencia de mujer de mundo no se vislumbra ni con la primera impresión, ni con las sucesivas.
—Una suposición muy sorprendente. ¿Y de dónde ha sacado dicha hipótesis? —me aventuré a preguntar sin prever como iba a acabar aquello.
—No es una hipótesis, es una tesis.
—Pues Vd. dirá —instigué con toda la seguridad que blinda la ignorancia.
—El anillo.
— ¿Qué le pasa al anillo?
—La piedra no es un diamante, es artificial.
Bajé la mirada hacia la alianza, luego levanté la vista y la posé en mi pacífico pretendiente, y por último, eché un vistazo a todas las personas que permitía mi ángulo de visión.
Me levanté con tranquilidad, y sin querer me llevé conmigo parte del mantel.
— ¡Uy, lo siento! Esta vez le he volcado encima la botella de vino. No se preocupe, que se lo limpio —me disculpé metiendo la servilleta en el plato de la sopa que a esas alturas estaba congelada y restregando la chaqueta con ésta.
Mientras me dirigía a la salida me quité el anillo y se lo ofrecí al maître:
—Encantado yo también de saludarle. Buenas tardes, le he llamado esta mañana para preguntar…
—…
—Ahá … ahá …
—...
—Entonces ¿Puede ser? ¿No es una petición un poco extraña?
—...
—Claro, ya supongo que ustedes estarán acostumbrados a todo tipo de consultas, pero en este caso…
—...
—Sí, es una persona bastante mayor
—...
—No, un hombre
—...
—Un tío carnal de mi mujer que vive solo en el pueblo
—...
—No, no es soltero, está divorciado ¡Dos veces!
—...
—¿Verdad que sí? A mí también me lo parece pero mi mujer dice que siempre ha sido así
—…
—La verdad es que sí, siempre se ha preocupado mucho por él, es su padrino de bautismo ¿Sabe?
—…
—Así es y además con ella siempre ha sido muy cariñoso y ahora que está mayor quiere dejarlo todo bien atado
—…
—Sobre todo para eso, para que ella no tenga que hacer ese tipo de trámites llegado el momento
—…
—Bueno, que no le quiero entretener que probablemente tendrá más temas que atender, vamos a centrarnos en el encargo
—…
—Eso es, me ha dicho que sí que es viable en el material que le solicitaba en el mensaje
—…
—Desconocía que hubiera distintas dimensiones pero, claro, tiene su lógica, lo consultaré y le vuelvo a llamar cuando lo sepa
—…
—¿Y el precio final cuál sería?
—…
—Entiendo…
—…
—Hágame un presupuesto con el estándar para que se vaya haciendo a la idea
—…
— Pues muchísimas gracias, ha sido usted muy amable, le volveré a llamar cuando sepa lo que mide el tío Venancio para que nos elabore el presupuesto definitivo del ataúd
Un golpe de mar hizo zozobrar la barca. Todos intentaron asirse a algo, a la madera, al compañero de al lado, al aire, pero el esfuerzo fue inútil. La naturaleza golpea conbrío de titanes cuando se despreocupa de los seres vivientes que contiene. Caímos al agua y ésta nos arrolló como una estampida de animales salvajes. No percibí si estaba fría, sólo noté su rabia contenida y su deseo de hacernos desaparecer. El viento, cómplice de nuestra desdicha, acercaba a la costa las olas y nuestros gritos desesperados. Alguien me agarró cuando estaba a punto de sumergirme en las profundidades del infierno. Alguien que me tendía la mano, vociferó palabras que no conseguí entender porque ni tan siquiera las oía. Yo no podía aceptar su auxilio porque mi mundo estaba guardado dentro de mi puño. Ya me era difícil no ceder la arena de mi desierto a la escurridiza agua que intentaba filtrarse entre mis dedos para robarme lo único que me quedaba.
—Cada vez que toques esta tierra te acordarás de nosotros y sabrás que debes retornar porque aquí está tu pueblo —fueron las últimas palabras que me había dicho mi madre mientras me depositaba un puñado de polvo de oro en la palma de mi mano.
Si perdía el regalo, ¿cómo iba yo a recordar que tenía que volver? Moví desesperadamente los brazos y las piernas para intentar mantenerme a flote, pero nada pude hacer frente a la cólera del oleaje. Supe el momento del regreso cuando el lodo escapó de mi mano como un tropel de frenéticas angulas.
Las caricias de las manos de mi abuela son el remanso que me espera al final de su abrazo
3.- AMANECER
El amanecer desde la cima de aquella montaña fue el más fantástico juego de luces y colores que habían visto jamás
4.- HIERBA DE UN PRADO
El viento mecía aquella inmensa manta verde que nos invitaba al descanso
5.- LECHE RECIÉN ORDEÑADA
Los gatos de la granja acudían en tropel en cuanto oían las primeras gotas de su alimento preferido salpicar en el cubo de metal
6.- SONIDO DEL VIENTO
Los músicos callejeros dieron la bienvenida al inesperado espontáneo que se les sumó en forma de potente y rítmico soplo natural
7.- ZARZAMORA
La mermelada de zarzamora es dulce otoño en el desayuno
8.- VÍAS DEL TREN
Aquellos trabajadores del ferrocarril no eran conscientes de cuantas historias de felicidad iban a trasladar por sus interminables vigas de hierro
9.- MANZANO
Las flores del manzano no le hacían desmerecer ante el orgulloso almendro, su eterno competidor
EJERCICIO 2
CALOR AZUL FRÍO AZUL
Notaba el calor azul de su mirada en mi espalda.
Estaba en el café de siempre, el de nuestra adolescencia, el que sabía nuestros secretos más íntimos, cuyas paredes plagadas de posters de cine nos habían visto crecer a mis amigas y a mí. Empezamos yendo los viernes a la salida del colegio, cinco niñas vestidas iguales como cinco dedos de la misma mano, como cinco flores del mismo ramillete, como cinco hermanas al fin y al cabo. Era la hora de siempre y la mesa de siempre, la del fondo; sólo habíamos cambiado la consumición a medida que nuestra anatomía se iba desarrollando, ahora la mayoría tomábamos té, americano por supuesto. La conversación continuaba siendo tan animada como hacía años, como si se nos fuera a acabar la vida esa misma tarde, como si no hubiera mañana o próximo viernes, como si lleváramos sin vernos un verano entero en lugar de una semana… Dudaba entre girarme o continuar indiferente a sus insinuaciones. Opté por lo segundo, siempre más elegante. Decidí ignorarle como ignora el invierno los rayos de sol y el otoño las flores en su paisaje, como ignora el verano la nieve en las cumbres y la primavera la sequedad en el campo.
Pero de poco me sirvió.
Continué sintiendo aquel calor azul en mi espalda cuando me alejé de mis amigas camino ya de casa. El día emprendía viaje dejando paso a un cálido anochecer, tan sugerente que me estimulaba a pensar la excusa que les daría a mis padres por llegar un poco más tarde de lo permitido. No, nada de pretextos, les diría la verdad. Mil y una veces me habían oído hablar del misterioso muchacho de la mirada azul que me encontraba por todas partes. Habíamos coincidido a la salida del instituto, en la biblioteca y en la parada del bus, pero nunca estábamos solos. Ahora sí, si él no se decidía a acercarse lo haría yo. Les había dicho que me parecía que yo le gustaba y que desde luego estaba segura de que él me gustaba a mí más que el helado de menta y chocolate. Se alegrarían de que al final nos hubiésemos presentado. Sólo quedaban dos cruces para llegar a mi calle, iba a aprovechar la tranquilidad de la plaza para presentarme formalmente, decidido. De hoy no pasaba. Me voy a girar.
Notaba el frío azul de su mirada en la mía y el frío acero de su cuchillo en mi cálido vientre.
La oficina nº 211 esta en un local diáfano, muy amplio. Sendos tabiques de plástico separan el espacio por zonas según la actividad. Las mesas de las secretarias, por ejemplo, están agrupadas en cuatro formando una mesa más grande, una especie de círculo, por el que las chicas van rotando cada mes, de este modo cambian de tarea. A la derecha de Merche, este mes se sienta Eva, y en frente tiene a Ana, que ha tenido que salir, a su izquierda le toca a Rosa.
—Sabéis chicas, estoy haciendo la dieta de la gamba —anuncia Merche—, y que queréis que os diga. ¡Fenomenal! ¡Ganas tenéis de estar a vueltas con la dieta de la alcachofa! ¡Con lo ricas que están las gambas!
—Que raro —se extraña Eva—, tú a dieta.
El aire acondicionado de la oficina esta muy bajo y es molesto sobre todo para las mujeres más mayores, la mayoría llevan puesta la bata de la empresa para no quedarse frías. Merche separa los sobres para echar al correo de hoy, y escribe las direcciones de los de mañana. Ocupa la mesa más cercana a la salida del aire, pero en este momento esta acalorada. Es la sexta o séptima dieta que empieza. Como cada tercer lunes del mes.
—Me la recomendó una amiga —se lanza Merche—, que tiene unos vecinos, los Díez, que estaban muy gordos y en dos meses han perdido, dice, unos quince kilos de media cada uno. No sabes como estaban, dice. Yo tengo que perder diez quilos, dice que igual en mes y medio me quedo estupenda. Justo para mi santo a principios de verano.
—¡Ah! —se sorprende Rosa, —que bien, ya nos la pasaras.
A la luz artificial de los fluorescentes encendidos durante las ocho horas de la jornada hay que añadir las mismas horas de pantalla de ordenador. Todas usan gafas, Rosa y Eva las descansan sobre el escritorio y se muestran expectantes.
—Llevo tres días y estoy encantada —se pavonea Merche—. A mi las gambas me salen fenomenal. Están que te mueres y a la plancha es que me privan. Con bien de sal y un chorrito de limón, acompañadas a ser posible con un buen vino blanco, muy frió, un verdejo de la cooperativa de la seca, el cuatro rayas, o del otro, el tipo champagne. ¡Es total!. A mi marido le hago verduras cocidas, él se lo pierde.
—Le pongo yo verdura a Rafa, —explica Eva— y me la tira por la ventana.
Rosa abre su página de correo electrónico, quiere enseñarlas una presentación que ha recibido. Las flores que la regalaron por su cumpleaños y que se lucen muy cerca de la esquina de la izquierda de su mesa claman retirada, ya huelen solo a hierba. Rosa no pierde el hilo del relato.
—Pero, dice que hay que tener cuidado con el vino, —sigue Merche—, por el alcohol, que son calorías vacías y suman en la báscula. Bueno procuro tomar poco.
—A mi no me gusta el vino —aclara Rosa—, pero Jose no sabe comer sin el.
Merche ha venido hoy muy mona, con una falda tubo negra y una blusa de raso en tonos beige algo amplia, por eso no se la marca la camiseta polar, ni el broche del sujetador. Se encuentra muy cómoda vistiendo faldas.
—Bueno que me lió —continúa Merche—, lo que os contaba de la dieta. Para desayunar tomo un vaso de agua, del tiempo, más bien grande y un trozo de pan del día anterior. Dice que puedo tomar un zumo de naranja y café, pero generalmente no me apetecen.
—Yo no soy nadie —explica Eva—, hasta que me tomo el primer café y me fumo el primer el cigarro.
Y según lo dice le entran unas ganas terribles de salir a echar un pitillo, pero el jefe ya las advirtió ayer, que tienen que venir fumadas y con todo hecho de casa. Menudo esta el jefe últimamente.
—A media mañana —prosigue Merche—, tengo que almorzar ocho o diez gambas cocidas y un yogur desnatado. Luego os lo enseño. Puedo añadir un té sin azúcar. Bueno, el marisco lo dejo cocido cuando me levanto.
—Menudo lió —Rosa aturdida—, hay que tener ganas.
Rosa se imagina, ella misma, colocando el lavavajillas: las cazuelas, los platos, vasos, recipientes de congelar, cubertería, etcétera. Tendría que llamar a casa, que esta su madre con la niña; un poco mas tarde mejor.
—No, no me cuesta —sostiene Merche—, después del desayuno pongo a hervir bastante agua con sal y una o dos hojas de laurel, cuando lleva cinco minutos hirviendo echo treinta gambas que he tenido descongelándose toda la noche. Cuando rompe el hervor otra vez, las dejo tres minutos y rápidamente las escurro y enfrió bajo el chorro del grifo. Las guardo en la nevera en tres táperes y el caldo de cocer a parte.
—¿Y por qué no las compras cocidas? —se inquieta Eva.
Eva escoge de entre los bolígrafos de su mesa el de la tinta naranja y con el anota en un folio de los nuevos la manera de cocer las gambas. El sábado lo intentará. Antes de salir al descanso del almuerzo, Merche la repetirá los pasos exactos un par de veces.
—Me gusta hacerlas a mi estilo —aclara Merche—, me enseñaron unos amigos de Cádiz, y además que suelo cocer la caja entera, para dos o tres días, ya que me pongo.
—Mejor así, claro —cree Rosa—, solo manchas una vez.
Ya tiene todos los sobres, solo la falta cerrarlos. Una madurez como de tomate se le ha subido a la cara a Merche, que utiliza un sobre de los grandes a modo de abanico. Suspira, toma aire. Bebe agua de la botella.
—A la hora de comer —detalla Merche—, tomo una taza del caldo, frío o caliente, depende, le puedo añadir las barritas de “surimi” que quiera. Luego me pongo una ensalada verde, con dos o tres cosas verdes, lechugas, pimiento, pepino o escarola, con cebolleta muy picadita y diez gambas por encima y aliñado todo con limón y una cucharada, medida, de aceite. De segundo pechugas “villeroa” sin harina y sin pan. Y de postre fruta de temporada, una pieza pequeña o en su defecto piña de bote. Y luego un café solo con sacarina.
—Que nivel —se mofa Eva—, ni en el “rich”.
Desde el despacho del jefe, dos biombos más a la derecha, se escucha perfectamente la conversación de las empleadas. Hoy no suben el tono, es el suyo habitual. Solo lo bajan cuando hablan de él, o esta muy cerca. Dos chicos del departamento de informática y la de enlace entre departamentos no pierden ripio tampoco.
—Las otras diez gambas las como en la cena con un yogur y un poco de queso fresco a poder ser sin sal. Algunas veces las hago a la plancha para cenar, en la rustidera. Te chupas los dedos. Eso sí, hay que masticarlas muy bien, diez veces con cada lado de la boca. Así sacas totalmente el sabor.
—¿Y tienes que contar —pregunta Rosa—, las diez veces con cada mandíbula?
Las secretarias utilizan una silla particular, la tienen adaptada a sus gustos. Según cambian de lugar se llevan su silla. Cada una a su altura y con la inclinación que las va. En realidad son costumbres a modo de manías que tiene y que las entretiene.
—Y hay que beber mucha agua —sentencia Merche—, por lo menos dos litros al día. Así que estas todo el tiempo meando.
—Mucha gamba, me parece a mí —opina Eva—, todos los días.
Rosa abre un mensaje que le acaba de entrar: “¿Tú te lo crees?” Es de Eva. La mira con incertidumbre. Eva mueve ligeramente la cabeza de izquierda a derecha como diciendo: a esta la dura la dieta lo que dure la semana.
—Bueno —reanuda Merche—, todas las comidas, dice, es muy importante, masticar las diez veces, Y hay que beber mucho agua, mas de un litro.
—Como dice José —dice Rosa—, el agua para las ranas. Yo, que solo beboleche.
Merche se atusa un poco el pelo, con la otra mano gira un cuarto el anillo de casada, se ahueca los collares. Calca el montón de sobres alargados. Observa la cara de asombro de Rosa. A Eva ya la conoce.
—Y puedes merendar —se jacta Merche—, vamos, ¡que tienes que merendar!. Dice que un café, si es con leche tiene que ser descremada, o un té u otra infusión.
—Mas agua —sarcástica Eva—, ¿dices?
El calendario de la pared indica que hoy es San Telmo. Sobre el archivador grande una mini estación metereologica, capricho del jefe, indica la humedad relativa en el 50% y la temperatura interior de 22º. El encargado las informa que se encuentran en valores de confort, que no se quejen tanto. Es lo que recomienda el ministerio.
—A la semana —añade Merche—, dice que hay que empezar con los frutos secos, a media tarde o en el desayuno. Se comen diez avellanas, o diez almendras tostadas; pero si son nueces solo cinco, o sea diez mitades. Dice que pueden ir intercalando, cada día de unas.
—Mira que ameno —se asombra Eva—, ya me va gustando más.
Rosa comprueba la impresora que se ha vuelto a atascar, cierra, abre, carga más papel. No sabe aun que tiene que darla un porrazo para que se active de nuevo.
—No te creas —replica Merche—, que si no te gustan mucho como es mi caso, te cuesta comértelos.
—¿Y no lo puedes cambiar —Rosa a lo suyo— por piñones, por ejemplo?
De pronto se escucha jaleo por los pasillos de la planta, portazos, el ascensor, pisadas. Un delicioso aroma a café provoca pequeños truenos en los estómagos de las administrativas.
—¿Qué hora es por cierto? —Merche intranquila—, que tengo que hacer las hojas.
—Son y media —lee Rosa en su reloj—, falta un poco.
Merche mira al reloj de la pared, va puntual. Tiene que comprar, piensa, uno así para la habitación de los niños, con despertador para que le apaguen ellos.
—Y bueno —algo inquieta ya Merche—, tienes que hacer diez minutos de ejercicio después de cada comida; subir escaleras, pasear, bicicleta…
—Bastante hacemos —gruñe Eva—, todos los días fregando.
Rosa siente un escalofrió, se cierra la chaqueta, se ajusta los cuellos. Busca el mando para apagar el aire. Es una helada, también en verano.
—¿Y hay que contar el ejercicio —se interesa Rosa—, que hago con Jose?.
—Sí, lo que quieras —ratifica Merche con guasa—, también es ejercicio ¿No?
Eva ha sacado del bajo de su mesa las magdalenas que trajo ayer del pueblo, y la caja de bombones que las ha regalado Licinio, el vendedor de los cartuchos de tinta,
—Pásame, por favor, una magdalena Merche —pide Rosa—, que están muy buenas.
—Todo esta rico —sentencia Merche—, comiéndolo con ganas, pero donde estén unas gambas, vamos, que se quiten todos los bollos.
—Para mí que se quedan pobres —convencida Eva—, ¡Donde esté un buen cocido!
No ha sonado el teléfono en lo que va de mañana y es muy raro para ser el primer día laboral de la semana. Se rumorea en los corrillos, han dicho, siempre es “que han dicho”, que la compañía va a solicitar un ERE. Y sí que se nota cierto nerviosismo entre el personal.
—Bueno, luego cerráis la bolsa —pide Merche—, que si no se quedan duras.
—Vale, ya lo hago yo —se ofrece Rosa—, que me voy a comer otra.
Las chicas suelen tener algo de picar guardado en este espacio, unos caramelos, pequeños bollitos, galletas saladas… cualquier cosa. Lo suelen sacar para el café.
—¿Qué tienes ahora? —pregunta Eva.
—Me toca coger el teléfono hasta las doce —informa Rosa—, bien porque estoy sentada.
—Bueno, ¿qué? —vuelve Merche—, ¿fumamos un cigarro?.
. —¿Ya has terminado con los papeles? —se asombra Eva
—Los informes ya los había archivado el jefe —se congratula Merche—, y para mañana no hay nada pendiente.
—¡Que suerte hija! —la envidia Rosa—, si fuera yo habrían sido tropecientos mil.
Cogen cada una sus bolsos, sus chaquetas, pasan por la maquina de la entrada y se instalan de pie en la puerta de la calle, a fumar.
Allí, donde se pierde la vista, líneas de hileras paralelas se juntan en el infinito, y otorgan a los campos riojanos ese verdor polvoriento de los sedientos veranos. El cielo, apenas cubierto por tenues cirros, permite al poderoso astro secar la tierra pulverizando la arena.
Yo, Hemingway, explorador de paisajes, acudí al lugar de la fiesta montado en un toro azabache, de pitones color cepa y tinto en los ojos. Llegué y eché mis redes. En este lugar quedé atrapado en ese tiempo infinito que posee la memoria. La bodega absorbió mi alma, y yo obtuve su aroma, su sabor y su vida.
Yo, Hemingway, descubridor de festejos y costumbres, paladín de tradiciones,paladeé la exuberancia del éxito y caté la gloria del vino: tinto de sangre y letras, blanco de sol y arena, y rosado de capa torera.
Yo, Hemingway, alquimista de leyendas, forjé mis escritos desde esta tierra, y los aboné con sus gentes y sus creencias. Presentí universos imaginarios de olorosas barricas que custodian el sagrado líquido, de rubí, de oro y de amatista rosácea.
Yo, Hemingway, aventurero de mundos inhóspitos, y aborigen en vuestra patria,sigo estando de donde nunca me fui. Esta comarca de tarde de clarines y timbales, de horizontes de viñedos, de perfume de bodegas, de temperamento áspero y de sabor elegante, me apresó la voluntad.
Yo, Hemingway, buscador de gentes y paraísos, descubrí la fresca bodega que me obsequió con una cálida bienvenida. Las bodegas, depósito de esmeraldas, techadas con austeros arcos de piedra caliza, evocan mi nostalgia. La esencia, que es todo aquello que queda cuando ya nos hemos ido, gratamente fue legada, y a cambio recibí, el memorial que ésta me consagra.
—Buenos días, le llamo de… Estamos
llamando a nuestros clientes para departirles de una nueva oferta de
servicios. Se trata de un nuevo producto
el que los servicios que le venimos comercializando van a ser los mismos, pero
la vamos a cobrar el doble. Por favor si está de acuerdo, por favor no diga
nada,…
—…
—Bien muchas gracias. Pasamos su
conformidad a central por favor no se retire,…
—Ya está Don,… le damos las gracias
por su paciencia. Formando parte de esta campaña nuestra empresa, que ha
decidido por usted lo que más le conviene con un criterio más profesional y
objetivo que el suyo. Ha tenido a bien comunicarle su nueva decisión: Como
mantener su servicio en buen estado supone una reducción de beneficios no vamos
a seguir realizando esta tarea, a pesar de que el estado nos lo exija, por lo
que solicitamos de usted que si desea eximirnos de esta tarea acogiéndose usted
a la iniciativa “ya lo pago yo si eso”. Por favor, si es así, no diga nada…
—….
—Muchas gracias. Pasamos su
conformidad a central por favor no se retire,…
—…
—Le recordamos que si tiene alguna
consulta o aclaración puede llamarnos a un número de pago exorbitado que no le
solucionará nada y que ya no puede dirigirse a ninguna oficina porque son caras
y nos sale más barato contratar personal en otro país. Muchas gracias por su
colaboración, Don… por cierto, como esta conversación ha sido grabada ya no
tiene derecho a nada.
—Lo sabes muy bien, intentas ir de
gracioso, y al final acabas pareciendo idiota.
—Si vale, pero es que no se hablar
con la gente.
—Eso es lo peor, si eres tú, eres
un tío muy divertido. Le caes bien a la gente, aunque seas un poco raro.
Bien pensado Juan tenía razón,
llevo tanto tiempo intentando fingir que ya no sé ni quién soy. Mi necesidad de
caer bien es patológica. Necesito encajar y lo que piensen los demás es muy
importante para mí, creo que ha llegado el momento de cambiar eso.
Han pasado dos años. Juan y Pedro
ya no son amigos. Es más Pedro está solo.
Pedro está sentado frente a un
espejo, con los ojos llenos de lágrimas piensa en lo que tenía y ha perdido.
Está harto de llorar, razones tiene de sobra, o eso piensa él.
—Estoy triste y contento. Estoy
solo, no hacen más que putearme pero me adapto bien y sigo adelante. Estoy
viviendo la vida que me toca y me he buscado y aunque estoy solo no me importa,
puedo decir que estoy cambiando he subido el primer escalón, lo que piensen los
demás no me importa. Ahora falta el resto de la escalera, pero no tengo miedo,
voy a ciegas pero con paso firme.
Jean trabaja
de lunes a viernes, termina su jornada a las tres de la tarde. Hoy la mañana ha
sido buena, todo ha rodado mejor, parece que la gente se esta poniendo las
pilas y por eso ha salido del tajo media hora antes.
Esta mañana el sol debuto mas temprano, a las siete y a diario no se ve mucha gente caminando;
pero a estas horas de mediados de febrero el astro rey brilla con otra alegría,
y auque se agradece una chaqueta, se esta muy bien en la calle.
—Hace estupendo para pasear —se despide Marga en el cruce
del semáforo.
—Hasta mañana, no te olvides del CD —la recuerda Jean.
Como cada
jueves en la Farmacia de la esquina Vanessa esta terminando de limpiar las
lunas, más tarde hará el interior. Generalmente lleva puesta una bata azul como
de tendero antiguo, para estas tareas, pero en esta ocasión luce unos
pantalones pitillo de color mostaza metidos en las botas de media caña con los
cordones desabrochados y en la parte de arriba, entre la chaquetilla blanca
como de hospital y el pañuelo del cuello, se ve una blusa estampada en tonos
verdes que la favorece mucho.
—¿Ya terminas por hoy Vane?— se hace el simpático Jean.
—Ya quisiera —le explica Vanessa—, a las cinco empiezo en la
cafetería.
—Venga, que te sea leve —se despide.
—Gracias —le regala una sonrisa—, disfruta de la tarde.
En casa no
hay nadie, Su hijo Diego esta de excursión y no vuelve hasta las siete y Carmen
no sale hasta las tres. Hace tan bueno que decide ir caminando hasta el centro a
esperarla. Van a tomar un aperitivo, allí cogerán el autobús o si a ella le apetece comerán en ”El
valenciano” ese arroz que la encanta. Será una tarde de novios.
Jean camina cavilando.
¡Que mujer, Vanessa! Sabe que desde las siete hasta ahora hace varias oficinas,
un par de portales y algún bar, la
tienda de regalos y una floristería. Puede que fuera guapa, pero esta muy ajada. Tiene que acabar
agotada, piensa, esta en los huesos, y
además siempre esta fumando. Su mirada suele ser triste, pero siempre le
devuelve una mueca agradable, iluminada por los dos luceros celestes de su cara.
Sería una
buena idea coger unas rosas para Carmen. Espera que no se asuste. Las últimas que
la regalo fueron hace más de diez años.
— ¡Te quiero! —esta seguro que la va a decir—, ¡perdóname!. Te invito a
comer.
Vanessa vive
sola, no tiene familia cercana, al menos en la ciudad. Nunca la menciona. El
piso es alquilado, un apartamento muy coqueto, bastante céntrico, aunque en una
calle oscura, a tan solo a media hora andando a su trabajo más lejano.
Compra, guisa… procura comer en casa, sobre todo por la
media hora de siesta.
Tras la ducha, se arregla de tarde. Se coloca los tacones, se aplica el carmín y es otra.
Pasada la
media noche, con suerte antes de las dos, Vanessa vuelve a casa, sola o
acompañada. Antes de meterse en la cama se toma la medicación obligatoria con
un zumo y echa un vistazo al marco, sobre el aparador, de la foto donde
aparecen unos padres con su hijo levantando un trofeo. Es la final del
campeonato regional de tenis, categoría alevines
de 1.980. Este es el único documento gráfico que Vanessa conserva de antes de
operarse.
No
pude por menos, cogí la copa de vino y se la lancé. En su cara no
sólo aterrizó el vino, sino que el cristal se hizo añicos al estrellarse contra
su pasmado rostro.
—No
quiero tomar de postre tarta de moras, ¿cómo tengo que decírselo?
Desde
entonces, estoy aquí, en la octava planta del Hospital General, la que se
reserva a los pacientes de psiquiatría. Me han diagnosticado estrés
postraumático.
Todo
empezó cuando me enamoré de aquellos ojos azules como el cielo de verano. Los
zafiros celestes de su bello semblante dominaban mi razón; y yo, sin criterio
propio, era robot de sus consejos. Allí, a la sombra del manzano, siseado por
la amiga del diablo, me sugirió un cambio en mi indumentaria.Al día siguiente, aparecí con un ancho
cinturón que hacía de minifalda. El manzano, que es aguijón de deseos
prohibidos, me permitía imaginar la fabulosa tarde que íbamos a pasar. El suave
viento que mecía delicadamente la hierba del prado, me propinó un golpe en el
tímpano cuando me acercó una voz familiar. Como abejorro sin alas, mi padre
subía por la pradera gritando no sé qué sobre las perdices. Le acompañaba el
párroco de mi pueblo, defensor acérrimo de ideas islámicas sobre la castidad
femenina y presidente de la Cofradía del Chismorreo. Como no era mi intención
que este periodista frustrado divulgara desde el púlpito el desliz que había
cometido, me arrojé sobre la zarzamora, como si de una montaña de mullida paja
se tratara. Frutos del paraíso, ¿por qué os escondéis en un nido de erizos?...
pinchazos, mordiscos y gritos, bueno, realmente los alaridos eran míos. Tuve
que ser rescatada, pero no por San Bernardos, sino por dos Rottwilers,
enseñando ambos sus dentaduras, uno porque se reía, el otro porque rugía y
gritaba algo que yo no entendí; pues bastante tenía con recuperar mi camiseta y
la microfalda que ansiaba ponerse la codiciosa planta.Hasta que no pagué el rescate al demoniaco
arbusto, éste, no me liberó; así que le cedí mi vestimenta, transformada en
harapos gracias a la contienda que acabábamos de lidiar. Pero no sólo eso, era
tal su afán recaudatorio, que el canon también se saldó con parte de mi piel y
unos cuantos centímetros cúbicos de sangre O+.No llegué a formar parte de los ecos de sociedad que difundía el cura,
pero tampoco fue gratuito: me he convertido en su más abnegada sirvienta. Así,
que mientras esté en este hotelito, no pago tributo. A lo mejor me he pasado un
poco con el camarero, pero si no lo hago así, no hay manera de engañar a los
psiquiatras.
Pues eso, que las escribí el domingo y me apetecía compartirlas. Luego os cuento una cosa, pero otra os la adelanto ya: ¿os acordáis de las palabras mágicas? Pues eso. Gabriela nunca me falla.
CIUDADES MALDITAS I: la Ciudad Naufragada
Dicen que Nerea es el nombre de
la ciudad maldita que esconde el océano. Hubo un tiempo en que formó parte de
una isla y sus habitantes fueron conocidos buscadores de tesoros: desde el
Péndulo que marca el Tiempo Eterno hasta el Juego de ajedrez de la Vida,
viajaron en las bodegas de sus barcos-ballena todos los ingenios de ese siglo e
incluso los todavía no imaginados.
Pero la ambición de los nereidos
les llevó a adentrarse en el territorio de la Mujer Ardiente, por
cuyas venas circulaba lava volcánica y cuyo aliento de azufre castigaba a los
atrevidos. Un barco de Nerea llegó hasta la fosa donde habitaba el engendro y
le robó mientras ésta dormía a una de sus hijas, una criatura de piedra que la Mujer Ardiente caldeaba
en sus brazos para insuflarle su venero de fuego.
Sin embargo, de regreso a su
isla, y colocado el botín a modo de estatua en el jardín del rey de los
nereidos, se abrieron los ojos del ser de piedra como dos ascuas vengadoras y
se transformó en un manantial de lava que anegó las calles de la ciudad. La Mujer
Ardiente, por su parte, al darse cuenta del secuestro, hizo temblar la tierra
hasta llegar a la isla donde se hallaba la ciudad culpable y la hundió en el
océano para siempre.
Pero Nerea está maldita: sus
habitantes purgan su pena eterna malviviendo entre los escombros de una ciudad
cubierta de algas y plancton y, de vez en cuando, consiguen que sus redes hagan
naufragar algún barco. Tienen la esperanza de conseguir un tesoro que les
devuelva la ilusión de sus días de gloria.
CIUDADES MALDITAS II: la Ciudad Laberinto
El nombre de la ciudad está
escrito en sus paredes en dos mil lenguas indescifrables y una sola legible,
pero sólo quien llega hasta el corazón de la Ciudad Laberinto puede
conocerlo y encontrar la salida.
Porque la Ciudad Laberinto,
que ocupa la falda de una colina, y que exhibe desde la lejanía su entrelazado
de calles y casas de idéntica altura, en círculos concéntricos, parece fácil de
resolver desde fuera pero se convierte en una pesadilla en su interior.
Sus creadores, los habitantes
subterráneos, construyeron un sistema que les permite desplazar los muros de la
superficie y así redibujan el diseño de las calles cada cierto tiempo,
impidiendo al viajero orientarse.
No obstante, siempre hay algún sabio
que prefiere el reto de perderse en las calles de la Ciudad Laberinto
que intentar llegar al centro de ésta. Porque dicen también que las dos mil
lenguas indescifrables de sus paredes son el compendio del saber del universo,
y que lo trajeron las criaturas subterráneas desde otro planeta. Y así vagan
malditos en su interior, inmortales hasta el día en que conozcan sus secretos.
CIUDADES MALDITAS III: la Ciudad de
las Esfinges
Belcaste llamaron a la Ciudad de
las Esfinges que custodia la guarida del último dragón. Fue edificada por una
magia milenaria más antigua que el primer humano y que pervivirá hasta el
postrer aliento de la bestia.
Valientes caballeros quisieron
ganarse el favor de su rey y la mano de la heredera, y se perdieron en sus
calles, devorados sin misericordia por las esfinges que les planteaban
acertijos imposibles de resolver. Más cautos, magos y nigromantes acudieron a
escuchar las palabras de las esfinges, y así descubrieron que en cada una de
ellas vivía el alma de un dragón muerto; por eso comprendieron que jamás
podrían vencerlas con sabiduría, pues no hay criatura viviente que supere a un
dragón en inteligencia.
Sólo los niños se atreven a
vagabundear por las calles de Belcaste, porque las esfinges les respetan:
aprenden de sus balbucientes preguntas un tesoro de conocimientos sobre los
humanos que, de otro modo, nunca sabrían, e incluso algunos de ellos llegan a
ver al dragón.
El precio es terrible, en
apariencia, porque pierden la vista al hacerlo, pero sus sonrisas parecen
desmentirlo. Han dejado de ver las cosas de este mundo, sí, pero los
visionarios de dragones siempre están rodeados de gente ansiosa de que les
hablen de los otros mundos que ahora pueden ver y escribir las infinitas
historias que allí acontecen.
Gabriela y yo somos
amigas desde siempre, pero estamos más unidas desde que empezamos a compartir uno de esos agujeros de
colmena de la metrópoli y la costumbre de ejecutar sesiones de “escritura
rápida” para huir del hastío de la caja tonta.
—Tú pones tema
—ordena Gabriela, que tiene la mirada de los seres acuáticos y un total poder
de hipnosis sobre mí.
—Vale —lo
pienso un minuto, repasando con la mirada los apetecibles libros que me tientan
como un bodegón hiperrealista desde sus estanterías—. Hablemos del fin del
mundo.
—Perfecto.
Escribiendo
hemos descubierto que podemos detener el tiempo, silenciar los latidos y viajar.
Pero yo siempre voy un paso por detrás de Gabriela. Ella es más rápida, más
aguda, más innovadora. Sus letras al rojo vivo agujerean el papel y el sudor
que le resbala por el cuello, con reflujo de leche agria, lejos de incomodarme,
me hace abrir los ollares como al pura sangre que olisquea expectante la certeza
del galope.
“Debe ser
porque Gabriela duerme en un bosque de hadas”, me digo. Aunque nunca hemos pisado la habitación de la otra, hace tiempo llamé a su puerta y al abrirme
contemplé a su espalda un vergel que oscurecía las paredes, se enredaba en la
ventana y alfombraba el suelo, llamando a descalzar los pies. Turbada, me di
media vuelta y desde entonces la llamo a gritos desde el salón.
Pero hace un
mes que Gabriela se ha encerrado en su cuarto. Cuando, preocupada, me decidí a
golpear a su puerta, únicamente dijo:
—¿En qué
estación estamos?
—En primavera.
—Entonces
avísame cuando llegue el verano. La primavera es tan aburrida y… romántica —habló burlonamente, como si ambos adjetivos fueran igual de insufribles.
Lógicamente,
no le hice caso. Y la llamé al día siguiente, y al otro, y al de más allá. Le
dejaba bandejas de comida que no tocaba. Casi nunca me respondía, pero la oía
tararear allá dentro, y me la imaginaba trenzando lianas, edificando una
estación de tren en miniatura, con vías como hileras de hormigas disciplinadas,
o atusando el pelo de algún hada con los dedos engarfiados, como hacía mi
abuela conmigo.
Hoy, sin
embargo, me ha contestado.
—¿Quién eres?
—ha susurrado con la voz temblorosa.
—Rocío, tu
amiga, ¿quién va a ser?
—No te
conozco.
Y al otro lado
se ha extinguido todo rastro de su presencia. Lo sé, porque llevo todo el día acercando
la oreja a la puerta y ni siquiera he cogido un maldito pañuelo de papel para
secarme las lágrimas.
(424 palabras)
Nº imágenes: 0 (aunque imágenes inventadas, unas cuantas)
Nº metáforas: 6
Nº comparaciones: 5
Desarrollo venturoso, final trágico.
Tono: lírico