viernes, 20 de abril de 2012

Ejercicio 10.1 b Viñeta. Paco


Felipe por el parque

     Sábado por la mañana,  mediados de mayo, Felipe no tiene clase, camina despistado por el parque, ha quedado con sus amiguitos alrededor del estanque para jugar un rato. Va despreocupado, más bien ido, embutido en sus pensamientos aunque no  piensa en nada concreto, ni en que juego quiere jugar, o si le apetece escarbar en la arena.

     El trabajo de la primavera luce esplendoroso en este jardín tan mimado. Al camino de tierra asaltan pájaros buscando alguna pipa renunciada, jilgueros comunes revolotean entre los álamos. El chaval agradece las manchas de sombra que dibujan las grandes coníferas, mira al suelo, una ardilla cruza muy rápida el camino y se pierde en su ascenso en la copa del pino.
    
     Felipe se mueve lentamente observando el césped y fijándose en cualquier leve grieta de su senda en busca de hormiguitas. Las abejas que rodean los macizos de romero florecido percuten con su zumbido el oído del pibe. Hoy no ha ido a la escuela, esta feliz, tararea una canción, siente unas ganas terribles de echar a correr.

     Allá, de pronto,  descubre a la chica, se para en seco, se toca la frente, piensa:
     “¡Ostras! ¿Que veo?, una piba preciosa sentada en un banco. Esta esperando a un tipo como yo, seguro”.
     —¡Buuaa…! que pelazo tiene, largísimo —dice susurrando según se va acercando—y es morena como a mi me gusta.
     Ilusionado se toca el mentón, una brisa muy ligera le levanta el flequillo.  
     —¡Como mola esa piba! —acierta a decir en voz baja sin parar de andar— Se parece mucho a Muriel.

     Una ligera zozobra le acelera el corazón, rápido,  quiere saber quien es. Se ha puesto nervioso, aligera el paso, en su interior va cavilando:
     “Hace como que lee, pero seguro que quiere que alguien  la entretenga un rato. Voy a preguntarla su nombre  y  la voy a decir que me gusta mucho, que es preciosa, que es mi tipo de chica, que me encanta su pelo, y que si me permite sentarme a su lado, que no la voy a molestar, que solo quiero mirarla”
     El niño se ilusiona, se le ha acelerado el pulso,  cada vez más nervioso, quiere llegar ya a su lado, su cabeza no para: 
     “Sigue ahí, atenta solo al libro.., que no disimule, a mi no me engaña, me ha visto perfectamente, pero quiere hacerse la interesante…,  no levanta la vista, silbaré un poco, mi infalible chiflido de tía buena”
     —¡huuf….uuhh!
     “Ni caso…¡Ostras, es guapísima!, que digo, es un pibón, que bien le queda la camiseta tan ajustada…  las dos…espero que levante los ojos…
     —¡huuf….uuhh!
     “No hay manera…”
     —¡Hola!, … ¿Hola? —pletórico de ilusión el amigo de Manolito.
     —¿Tiene hora? —pregunta expectante Felipe.
    “Se hace la  sorda o no me ha oído” cree  inocente.
     Ahora aclara la voz, sube en tono 
     —Perdón señorita —grita—, ¿Qué hora es?
     Imperturbable, la muchacha no pierde ripio de su quehacer. Algo se quebranta en el interior del chico que sigue rumiando:
     “Ni ha mirado…, que antipática…, que situación tan bochornosa…, si no eres de cuarto ni te miran, esta claro.  Si fuera ingeniero seguro que estaría detrás de mí…, no me la quitaría de encima”.
     Felipe camina cabizbajo, se apaga poco a poco, se dirige a la hierba, aún le queda una miaja de esperanza y se vuelve:
     “Nada… si que tiene que ser interesante el libro…, ni por curiosidad…, ni siquiera de reojo se ha dignado mirarme…,   me siento avergonzado, no puedo dar un paso…, que bochorno.”
     El muchacho gira la cabeza una vez más:
    “Definitivamente pasa de mí,  que ridículo me siento…, me quiero morir. ¿ Será esto lo que dice Mafalda que tienes el alma, “pichiruchi”? Tengo ganas de llorar, lo haría si no me viera nadie…, ni siquiera ha levantado la mirada…, no existo, me ignora,  ¿que puedo hacer?  Va a tener razón Susana cuando dice  que soy “el llanero solterón”.
     El pibe busca la sombra, se sienta con los brazos caídos y  las manos entre las piernas. Mira sin entusiasmo  una fila de hormigas,  se siente una hormiguita
     “No estoy nervioso, solo soy un papafrita. Mejor  estaría haciendo los deberes en mi casa. …Igual es una chica muy mayor para mí…,  ¡ja!...,  lo que la pasa es que es una creída…, y tampoco es tan guapa…,  parece un fideo de los largos...,  y ademas tiene mucha papada. Seguro que es una aburrida. ¡Mierda!... que se quede con su lectura “tan interesante”.
     Felipe coge una ramita de seto y  con la punta escarba en la tierra, mientras en su mente lo da vueltas:
     ¿Lograría  un psicoanalista aliviarme de esta angustia de ser ignorado?  No se me ocurre nada. Muriel tampoco sabe que existo. Puede que no se vaya a enterar nunca. ¡Jorobare!. Creo que mejor me voy a la guerra. 
                                                                                                                                                          Paco


                                                                                    

jueves, 19 de abril de 2012

Sesión 10. Oscar De Abajo. No es un ejercicio, si no una inspiración de.


De la curiosa conducta de los objetos

La casa de Mary López era un baile de eclecticismo en el que los convidados de piedra volaban desde una lámpara de art decó con pie de una mujer con los pechos al aire y envuelta de una gasa al viento, hasta un salón de vinilo chic de los 70 efervescente de sueño americano, pasando por un par de cachivaches incas que un amigo trajo de un viaje por Perú; un horno de pan en piedra y un trozo de un friso. M era una mujer que obsesionada con los detalles, para ella, el simbolismo, es el hogar de la verdad. Para el común de los mortales, una composición de una vela y un abanico con un saquito de tierra era una composición decorativa, para M, era una elegía de la lucha del hombre con el planeta aire, fuego y tierra. Los tres elementos básicos alquímicos que el hombre y su ciencia usan para convertir el plomo en oro, lo primordial en sublime. Siempre hubo y siempre habrá una casta de hombres y mujeres con una sensibilidad especial y una capacidad de trabajo inhumana que son capaces de elevar el listón de lo especial reduciendo a los demás a lo común degradándonos a lo vulgar, condenándonos a una existencia vulgar y tediosa, que curiosamente, solo puede salir de su tedio, por las manos que lo condenaron. Para su ex marido, el día a día con M se hizo insufrible. Comer unas mini comidas cargadas de valor figurado, le estaban llevando directo a la tumba. Dormir en un alegórico ataúd le mataba la espalda. Ducharse con un metafísico agua helada, le creaba un catarro crónico. Por eso, para ella encontrar un ángel de alas rosas tumbado en su cama cuando su marido se fue, fue algo natural, aunque el resto se empeñara en que tenía que ir a un profesional.
— ¿Para qué he de ir yo a un gigoló?, si el sexo no me importa.
— Ese tipo de profesional no.
—Par que he de ir yo a un abogado, si nos separamos de mutuo acuerdo. No le soporto más, y el no me puede sufrir más.
Que bella poesía tiene el contrasentido de lo oculto. Para M la belleza de aquel ángel estaba en su propia existencia. Porque en lo físico, no podía ser más feo el pobre. Cara pan de gordo, fofo, con una esvástica por espalda, gafas de culo de vaso redondas que le conferían un aspecto acorde con el resto, Feo. Feo pro fuera y feo por dentro. Para rematar el conjunto el amigo era un borde, maleducado e irrespetuoso, que no hacía más que soltar bordeces a diestro y siniestro.

miércoles, 4 de abril de 2012

Licinio. Ejercicio 9.2.


Ejercicio 9.2 —Diálogo—

—Bueno, ya he llegado. ¿Qué tal habéis pasado el día?
—Bien, ha ido bastante bien la cosa.
—¿Ha llovido mucho por aquí?
—¿Quién?
—Que si ha llovido mucho por aquí.
—Ah, no. Aquí no ha caído ni una gota.
—Pues en el camino, hemos pillado un buen chaparrón.
—¿Que si queda salchichón?
—No, hombre, no. Que había una tormenta muy grande por Medina de Rioseco. Por qué no te pones el aparato.
—Pero si oigo bien.
—Ya, y el otro día me tuviste media hora a la puerta hasta que llamé por teléfono, porque el timbre estaba a punto de arder y no lo oías.
—Era por la tele, que estaba muy alta. Y, además, este timbre casi no se oye.
—Lo oye todo el mundo menos tú. Pero, qué trabajo te cuesta poner el aparato. No ves que ni siquiera oyes a mamá cuando te llama desde la habitación, y un día vamos a tener un disgusto. Póntelo, hombre, hazlo por ella.
—Eso digo yo, me harto de darle voces y nada. Tu padre es más necio que necio, mira que sabe que no me puedo mover de la cama, pues ya puedo gritar con todas mis fuerzas, que no me oye. Cualquier día me muero de sed como un canario y éste ni se entera.
—Bueno, bueno, ya lo pondré mañana.
—Eso, mañana. Y por qué no lo pones ahora.
—Es que no tiene pilas.
—Joder, papá. Yo no sé para qué has gastado tanto dinero en el maldito audífono. Para lo que lo usas, bien ahorrado lo tenías.
—Que si llamó Matías. No, hoy no ha llamado nadie, verdad.
—Cómo que no ha llamado nadie. ¿No estuviste hablando con Enrique? Ay, hijo, además de la sordera, papá se está quedando sin memoria.
—Ah, sí. Llamó tu primo.
—Y qué contaba.
—Nada, que ya son abuelos.
—Pero bueno, así que ya nació el nietín. Cómo se llama.
—Pues yo no sé si nació hoy por la mañana o ayer noche.
—Que te está preguntando que cómo se llama. Lo que digo, está como una tapia.
—Cómo me dijo que se llamaba. Tú no te acuerdas cómo te dije, hombre.
—Jaime, igual que un hermano de ella. Vaya cabeza que tienes, amigo. Lo ves, hijo, a tu padre, de día en día, se le va la cabeza. Yo no sé en qué acabará esto.
—Bueno, mamá, no dramaticemos. Es normal que pierda algo de memoria, hay que tener un poco de paciencia. Vaya con Enrique, el abuelo. Tengo que llamarle para darle la enhorabuena.
—Que vas a ir a Mataporquera. Y no estará muy frío todavía.
—Papá, ponte el aparato. Así no hay quien hable contigo.
—Bueno, pues si no queréis hablar conmigo, me voy a la cama. Hasta mañana.
—Tu padre es más necio que un arado. Así hace siempre, cuando algo no le agrada, se mete en la cama y santaspascuas. 

Licinio. Ejercicio 9.1.


Ejercicio 9.1.- Estilo directo.

El camino asciende en suave rampa hacia el veraniego sol de poniente, que ya tiene ganas de acostarse detrás de Pico Cueto. Árboles de varias clases bordean la senda y filtran los polvorientos rayos rojizos de la tarde. Acaba de pasar el rebaño hacia el regato de la Peña Larzón, lo sé por la aromática alfombra de perlas negras extendida a mis pies. A lo lejos se oye la ensoñadora canción de los cencerros salpicada de ladridos de mastín y algún silbido de pastor.
No me gusta pasear por donde van las ovejas, me ponen nervioso esos perráncanos que te localizan a kilómetros de distancia, y en un pis-pas los tienes ahí ladrando y enseñando los dientes. Luego, nunca falla,  uno de ellos se acerca, te olisquea los pies e intenta meter su cabezón entre tus temblorosas piernas. Ya lo sé, no hacen nada, pero se pasa muy mal.
Que por qué vengo por aquí, entonces. Pues porque me gustaría encontrarme con Sara, mi primera novia. Este verano, después de muchos años de ausencia, ha vuelto al pueblo, y me han dicho que suele caminar por estos montes poco antes del anochecer, cuando corre un poco de aire. Ojalá hoy esté sola y podamos charlar aunque solo sea un instante. Hace tanto que no hablamos. En lo que va de verano, la he visto en dos ocasiones, pero estaba con más gente y no me atreví a saludarla.
Al salir de la curva que enfila hacia el pinar, suerte, ella aparece a media cuesta y el corazón se me desboca. Baja sola, camiseta y chandal blancos, la chaqueta atada a la cintura, y maneja con gracia una vieja cachava leonesa, la mejor vacuna antirábica. Nos acercamos y no sé cómo empezar. Llevo tanto tiempo esperando este momento, que ahora no se me ocurre nada que decir.
Estamos a cinco pasos, me detengo sonriente. Ella, toda seria, escudriña mi cara. Será que no me conoce, o quizá sea por eso, porque me conoce. No me queda otro remedio, hay que  lanzarse.

—Hola, Sara, qué alegría verte —le digo y me acerco más con intención de darle dos besos. Ella me mira desconcertada y tengo que presentarme—. Soy Desi, de Olleros. ¿No te acuerdas de mí?
—Hombre, Desi, no te conocía con esa gorra —. Sonríe por fin y acepta mis dos besos, en las mejillas, por supuesto —. Pero, ¿qué haces tú por aquí?
—Bueno, pues dando una vuelta. Me casé con Choni, la de La Serna, lo sabías, ¿verdad? —ella asintió con la cabeza —, y estamos pasando el fin de semana en su casa. Y tú, cuánto tiempo…
—Sí, hace una eternidad que no venía para quedarme una temporada. He estado algún día suelto, sobre todo por Todos los Santos desde que murió mi madre. Y ahora, vengo por mi padre. Está mal y queremos buscarle una residencia.
—¿Y qué tal te va todo?
—Bien. No me puedo quejar. Me casé con un chico catalán, que es un cielo, y tenemos un hijo de quince. ¿Y tú?
Es asombroso cómo perduran los sentimientos humanos: después de más de treinta años de una relación corta y superficial de adolescentes, aquello del “chico catalán, que es un cielo”, me jodió. Se me fue la sonrisa de la cara y respondí con desgana:
—Yo tengo dos, una niña de diez y un niño de tres. Ya te los presentaré, si nos vemos. ¿Te vas a quedar mucho tiempo en La Ercina? —Pregunté para cambiar de tercio.
—Pues creo que sí. Es más, queremos hacer una casa aquí —. Y se echó a reír. El salero que chisporroteó en aquellos ojos desempolvó un montón de imágenes perdidas en un rincón de mi memoria, que ahora mostraban con pasmosa nitidez la profunda huella que aquel primer amor había dejado en lo más hondo de mi ser. Tras un breve silencio, añadió—: Ya ves cómo es la vida, cuando me fui a Sabadell, lo recuerdo como si hubiera sido ayer, fue el año que nos conocimos, yo no quería más que volver, y buscaba cualquier excusa para venir. Pero poco a poco me di cuenta de que la gente de aquí se había olvidado de mí, y esa sensación amarga me hizo odiar a este pueblajo, que, de pronto, me parecía el más feo del mundo. Y ahora, vengo y me quiero quedar —. Se había puesto seria y de nuevo se echó a reír.
—Ya —le di la razón a lo tonto y me entraron unas ganas locas de abrazarla, de besarla y decirle que yo nunca la olvidé, que la había querido con toda mi alma, y que…, pero me contuve, no venía a cuento.
—Bueno, pues ya nos veremos por ahí. Hasta luego —. Se despidió.
—Hasta luego —. Respondí y me quedé como un pasmarote mirando como se alejaba cuesta abajo. De repente, un impulso irresistible me hizo echar a correr hacia ella, que se volvió al oír mis pisotones.
—Me alegro muchísimo de verte tan guapa, Sara. De verdad —. Le dije acariciando sus brazos.
—Yo también me alegro de verte, Desi —. Me premió con una sonrisa, aquella sonrisa, y se fue.
A la sinfonía de cencerros, ladridos y cantos de pájaro, se unió el hosco ronquido de una motosierra y el quejido desgarrado de un árbol que, sorprendido, cayó al suelo.