La imagen del culpable
Ana
no podía dormir a pesar de haberse tomado un somnífero. Hacía algo más de un
año que estaba en tratamiento psiquiátrico para paliar las crisis de pánico.
Éstas empezaron la noche en la alguien la había disparado a bocajarro. El psiquiatra
la había atiborrado de tranquilizantes e hipnóticos que la provocaba un estado
de sopor durante todo el día, pero al llegar el atardecer, los temblores se
hacían más evidentes y el nerviosismo se apoderaba de ella provocándola estados
de vigilia. ¡Si al menos hubieran descubierto al culpable! La policía estaba a
punto de cerrar el caso por falta de pruebas. Nadie había forzado la puerta de
entrada de la casa. El arma que habían encontrado en el lugar de los hechos, y
con la que la habían disparado en el tórax, era una Colt M1911 propiedad del
marido de Ana. El disparo se había hecho desde muy cerca y no había síntomas de
forcejeo. A las nueve de la mañana, como todos los días, la asistenta había llegado
al domicilio. No se percató de nada extraño, hasta que entró en el dormitorio
de los señores. Allí encontró a Ana, tendida inconsciente en el suelo y herida
de gravedad. El esposo fue el primer sospechoso que tuvieron los
investigadores, pero a la hora del intento de homicidio se encontraba en una cena
que había dado la empresa en Connecticut. Barajaron también la posibilidad de
que hubiera contratado a alguien, pero esto también fue descartado ya que los
exhaustivos análisis que se efectuaron en el domicilio, así lo confirmaban. Sólo
ella hubiera podido dar alguna pista sobre lo ocurrido, pero su memoria se
negaba a recordar.
De
nuevo su marido había tenido que dejarla sola por motivos de trabajo. Ella se
había negado a irse a dormir a casa de un amigo pensando que no le haría falta.
Confiaba en los efectos que tendría la medicación si ingería el doble de lo
prescrito. Pero sus suposiciones fueron erróneas. Aquella intranquilidad, que
la desazonaba hasta límites insospechados, había derribado las murallas de los
ansiolíticos. Un golpe pulsante en las sienes la martirizaba, pero lo que
realmente la mortificaba eran los latidos arrítmicos de su corazón. Revolvió el
cajón de la mesilla buscando un calmante que la apaciguara el dolor de cabeza
que empezaba a ser insoportable. De repente, sus dedos se chocaron con algo
duro y frío. Una luz cegadora invadió su mente intentando iluminar un obscuro
recuerdo. El fuerte tirón que dió al agarrador, sacó el cajón de sus railes y
provocó la caída de éste. Todo lo que contenía se esparció por el suelo, pero
sus ojos tan sólo se depositaron en el arma. La cogió entre sus manos
temblorosas y salió del dormitorio hacia el despacho. Un halo de bruma se había
instalado en su pensamiento, pero de vez en cuando se disipaba y la asaltaban
imágenes inconexas que no sabía juzgar de un modo racional. Encendió el
ordenador que se encontraba en el escritorio y tecleó en el google “imágenes de
revólveres”. No tardó en descubrir que la pistola que tenía con ella era una
Colt, en concreto la 1911, el mismo tipo de arma, que según la policía, habían
usado contra ella. Absolutamente mareada, se dirigió al teléfono y marcó un
número.
—Fuiste
tú.
—Ana,
¿eres tú? Habla más fuerte, que con todo el bullicio que hay, no oigo. Espera,
que salgo fuera. Voy a ver qué quiere mi mujer —explicó a un comensal de su
misma mesa—. Dime.
—Fuiste
tú —susurró con una voz apenas audible.
—Fui
yo ¿qué?
—Tú
me disparaste.
—Que
yo, ¿qué? Ana, no fui yo. Tranquila, no cuelgues el teléfono. Sigue hablándome.
¿Ana? ¡Dios, ha colgado!
Ana
salió de la habitación y regresó de
nuevo a su dormitorio. Depositó en el espejo del tocador su mirada perdida.
—¿Quién
eres tú? —preguntó a la figura que se reflejaba —. Supongo que mi marido te ha prestado la llave
para que entres. ¿Vas a intentar otra vez matarme? Esta vez yo tomaré la
delantera.
El silbido,
apenas audible, de una bala proyectada por una pistola con silenciador, no llegó a escucharse fuera de la alcoba.
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