Ejercicio 9.1.- Estilo directo.
El camino asciende en suave rampa
hacia el veraniego sol de poniente, que ya tiene ganas de acostarse detrás de
Pico Cueto. Árboles de varias clases bordean la senda y filtran los
polvorientos rayos rojizos de la tarde. Acaba de pasar el rebaño hacia el
regato de la Peña Larzón , lo sé
por la aromática alfombra de perlas negras extendida a mis pies. A lo lejos se
oye la ensoñadora canción de los cencerros salpicada de ladridos de mastín y
algún silbido de pastor.
No me gusta pasear por donde van
las ovejas, me ponen nervioso esos perráncanos que te localizan a kilómetros de
distancia, y en un pis-pas los tienes ahí ladrando y enseñando los dientes.
Luego, nunca falla, uno de ellos se
acerca, te olisquea los pies e intenta meter su cabezón entre tus temblorosas piernas.
Ya lo sé, no hacen nada, pero se pasa muy mal.
Que por qué vengo por aquí,
entonces. Pues porque me gustaría encontrarme con Sara, mi primera novia. Este
verano, después de muchos años de ausencia, ha vuelto al pueblo, y me han dicho
que suele caminar por estos montes poco antes del anochecer, cuando corre un
poco de aire. Ojalá hoy esté sola y podamos charlar aunque solo sea un instante.
Hace tanto que no hablamos. En lo que va de verano, la he visto en dos
ocasiones, pero estaba con más gente y no me atreví a saludarla.
Al salir de la curva que enfila
hacia el pinar, suerte, ella aparece a media cuesta y el corazón se me desboca.
Baja sola, camiseta y chandal blancos, la chaqueta atada a la cintura, y maneja
con gracia una vieja cachava leonesa, la mejor vacuna antirábica. Nos acercamos
y no sé cómo empezar. Llevo tanto tiempo esperando este momento, que ahora no
se me ocurre nada que decir.
Estamos a cinco pasos, me detengo
sonriente. Ella, toda seria, escudriña mi cara. Será que no me conoce, o quizá sea
por eso, porque me conoce. No me queda otro remedio, hay que lanzarse.
—Hola, Sara, qué alegría verte —le
digo y me acerco más con intención de darle dos besos. Ella me mira
desconcertada y tengo que presentarme—. Soy Desi, de Olleros. ¿No te acuerdas
de mí?
—Hombre, Desi, no te conocía con
esa gorra —. Sonríe por fin y acepta mis dos besos, en las mejillas, por
supuesto —. Pero, ¿qué haces tú por aquí?
—Bueno, pues dando una vuelta. Me
casé con Choni, la de La Serna ,
lo sabías, ¿verdad? —ella asintió con la cabeza —, y estamos pasando el fin de
semana en su casa. Y tú, cuánto tiempo…
—Sí, hace una eternidad que no
venía para quedarme una temporada. He estado algún día suelto, sobre todo por
Todos los Santos desde que murió mi madre. Y ahora, vengo por mi padre. Está
mal y queremos buscarle una residencia.
—¿Y qué tal te va todo?
—Bien. No me puedo quejar. Me
casé con un chico catalán, que es un cielo, y tenemos un hijo de quince. ¿Y tú?
Es asombroso cómo perduran los
sentimientos humanos: después de más de treinta años de una relación corta y
superficial de adolescentes, aquello del “chico catalán, que es un cielo”, me
jodió. Se me fue la sonrisa de la cara y respondí con desgana:
—Yo tengo dos, una niña de diez y
un niño de tres. Ya te los presentaré, si nos vemos. ¿Te vas a quedar mucho
tiempo en La Ercina ? —Pregunté
para cambiar de tercio.
—Pues creo que sí. Es más,
queremos hacer una casa aquí —. Y se echó a reír. El salero que chisporroteó en
aquellos ojos desempolvó un montón de imágenes perdidas en un rincón de mi
memoria, que ahora mostraban con pasmosa nitidez la profunda huella que aquel primer
amor había dejado en lo más hondo de mi ser. Tras un breve silencio, añadió—:
Ya ves cómo es la vida, cuando me fui a Sabadell, lo recuerdo como si hubiera
sido ayer, fue el año que nos conocimos, yo no quería más que volver, y buscaba
cualquier excusa para venir. Pero poco a poco me di cuenta de que la gente de
aquí se había olvidado de mí, y esa sensación amarga me hizo odiar a este
pueblajo, que, de pronto, me parecía el más feo del mundo. Y ahora, vengo y me
quiero quedar —. Se había puesto seria y de nuevo se echó a reír.
—Ya —le di la razón a lo tonto y
me entraron unas ganas locas de abrazarla, de besarla y decirle que yo nunca la
olvidé, que la había querido con toda mi alma, y que…, pero me contuve, no
venía a cuento.
—Bueno, pues ya nos veremos por ahí.
Hasta luego —. Se despidió.
—Hasta luego —. Respondí y me
quedé como un pasmarote mirando como se alejaba cuesta abajo. De repente, un
impulso irresistible me hizo echar a correr hacia ella, que se volvió al oír mis
pisotones.
—Me alegro muchísimo de verte tan
guapa, Sara. De verdad —. Le dije acariciando sus brazos.
—Yo también me alegro de verte,
Desi —. Me premió con una sonrisa, aquella sonrisa, y se fue.
A la sinfonía de cencerros, ladridos
y cantos de pájaro, se unió el hosco ronquido de una motosierra y el quejido
desgarrado de un árbol que, sorprendido, cayó al suelo.
Me encanta por varios motivos, el primero:porque es creíble, segundo: describes perfectamente el ambiente en el que te puedes ver inmerso a las afueras de un pueblo, tercero: entremezclas muy bien la conversación con los sentimientos que tiene el protagonista y cuarto: acabar con lo del árbol es realmente una buena comparación.
ResponderEliminarUn saludo.
Poco más que añadir a lo que ha dicho Blanca, que ha hecho una perfecta disección del relato. Me gusta mucho la descripción del entorno previa al encuentro y cómo muestras el nerviosismo del protagonista dentro del diálogo. Y el "quejido desgarrado" del árbol muy gráfico
ResponderEliminarNos vemos