miércoles, 4 de abril de 2012

Licinio. Ejercicio 9.1.


Ejercicio 9.1.- Estilo directo.

El camino asciende en suave rampa hacia el veraniego sol de poniente, que ya tiene ganas de acostarse detrás de Pico Cueto. Árboles de varias clases bordean la senda y filtran los polvorientos rayos rojizos de la tarde. Acaba de pasar el rebaño hacia el regato de la Peña Larzón, lo sé por la aromática alfombra de perlas negras extendida a mis pies. A lo lejos se oye la ensoñadora canción de los cencerros salpicada de ladridos de mastín y algún silbido de pastor.
No me gusta pasear por donde van las ovejas, me ponen nervioso esos perráncanos que te localizan a kilómetros de distancia, y en un pis-pas los tienes ahí ladrando y enseñando los dientes. Luego, nunca falla,  uno de ellos se acerca, te olisquea los pies e intenta meter su cabezón entre tus temblorosas piernas. Ya lo sé, no hacen nada, pero se pasa muy mal.
Que por qué vengo por aquí, entonces. Pues porque me gustaría encontrarme con Sara, mi primera novia. Este verano, después de muchos años de ausencia, ha vuelto al pueblo, y me han dicho que suele caminar por estos montes poco antes del anochecer, cuando corre un poco de aire. Ojalá hoy esté sola y podamos charlar aunque solo sea un instante. Hace tanto que no hablamos. En lo que va de verano, la he visto en dos ocasiones, pero estaba con más gente y no me atreví a saludarla.
Al salir de la curva que enfila hacia el pinar, suerte, ella aparece a media cuesta y el corazón se me desboca. Baja sola, camiseta y chandal blancos, la chaqueta atada a la cintura, y maneja con gracia una vieja cachava leonesa, la mejor vacuna antirábica. Nos acercamos y no sé cómo empezar. Llevo tanto tiempo esperando este momento, que ahora no se me ocurre nada que decir.
Estamos a cinco pasos, me detengo sonriente. Ella, toda seria, escudriña mi cara. Será que no me conoce, o quizá sea por eso, porque me conoce. No me queda otro remedio, hay que  lanzarse.

—Hola, Sara, qué alegría verte —le digo y me acerco más con intención de darle dos besos. Ella me mira desconcertada y tengo que presentarme—. Soy Desi, de Olleros. ¿No te acuerdas de mí?
—Hombre, Desi, no te conocía con esa gorra —. Sonríe por fin y acepta mis dos besos, en las mejillas, por supuesto —. Pero, ¿qué haces tú por aquí?
—Bueno, pues dando una vuelta. Me casé con Choni, la de La Serna, lo sabías, ¿verdad? —ella asintió con la cabeza —, y estamos pasando el fin de semana en su casa. Y tú, cuánto tiempo…
—Sí, hace una eternidad que no venía para quedarme una temporada. He estado algún día suelto, sobre todo por Todos los Santos desde que murió mi madre. Y ahora, vengo por mi padre. Está mal y queremos buscarle una residencia.
—¿Y qué tal te va todo?
—Bien. No me puedo quejar. Me casé con un chico catalán, que es un cielo, y tenemos un hijo de quince. ¿Y tú?
Es asombroso cómo perduran los sentimientos humanos: después de más de treinta años de una relación corta y superficial de adolescentes, aquello del “chico catalán, que es un cielo”, me jodió. Se me fue la sonrisa de la cara y respondí con desgana:
—Yo tengo dos, una niña de diez y un niño de tres. Ya te los presentaré, si nos vemos. ¿Te vas a quedar mucho tiempo en La Ercina? —Pregunté para cambiar de tercio.
—Pues creo que sí. Es más, queremos hacer una casa aquí —. Y se echó a reír. El salero que chisporroteó en aquellos ojos desempolvó un montón de imágenes perdidas en un rincón de mi memoria, que ahora mostraban con pasmosa nitidez la profunda huella que aquel primer amor había dejado en lo más hondo de mi ser. Tras un breve silencio, añadió—: Ya ves cómo es la vida, cuando me fui a Sabadell, lo recuerdo como si hubiera sido ayer, fue el año que nos conocimos, yo no quería más que volver, y buscaba cualquier excusa para venir. Pero poco a poco me di cuenta de que la gente de aquí se había olvidado de mí, y esa sensación amarga me hizo odiar a este pueblajo, que, de pronto, me parecía el más feo del mundo. Y ahora, vengo y me quiero quedar —. Se había puesto seria y de nuevo se echó a reír.
—Ya —le di la razón a lo tonto y me entraron unas ganas locas de abrazarla, de besarla y decirle que yo nunca la olvidé, que la había querido con toda mi alma, y que…, pero me contuve, no venía a cuento.
—Bueno, pues ya nos veremos por ahí. Hasta luego —. Se despidió.
—Hasta luego —. Respondí y me quedé como un pasmarote mirando como se alejaba cuesta abajo. De repente, un impulso irresistible me hizo echar a correr hacia ella, que se volvió al oír mis pisotones.
—Me alegro muchísimo de verte tan guapa, Sara. De verdad —. Le dije acariciando sus brazos.
—Yo también me alegro de verte, Desi —. Me premió con una sonrisa, aquella sonrisa, y se fue.
A la sinfonía de cencerros, ladridos y cantos de pájaro, se unió el hosco ronquido de una motosierra y el quejido desgarrado de un árbol que, sorprendido, cayó al suelo.

2 comentarios:

  1. Me encanta por varios motivos, el primero:porque es creíble, segundo: describes perfectamente el ambiente en el que te puedes ver inmerso a las afueras de un pueblo, tercero: entremezclas muy bien la conversación con los sentimientos que tiene el protagonista y cuarto: acabar con lo del árbol es realmente una buena comparación.
    Un saludo.

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  2. Poco más que añadir a lo que ha dicho Blanca, que ha hecho una perfecta disección del relato. Me gusta mucho la descripción del entorno previa al encuentro y cómo muestras el nerviosismo del protagonista dentro del diálogo. Y el "quejido desgarrado" del árbol muy gráfico
    Nos vemos

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