viernes, 23 de marzo de 2012

Ejercicio 10.2.2. Blanca

Una propina inusual

            Cuando llegamos ya había varios comensales comiendo. Esperamos unos instantes hasta que el maître se nos acercó y educadamente nos ofreció una mesa próxima a la ventana. Después nos tendió la carta y se fue. Al cabo de un rato regresó y apuntó en una libreta lo que deseábamos comer. Mientras nos servían el primer plato, cogí la mano de mi prometido y la estruje entre las mías.
            — ¿A qué están frías? —pregunté conocedora de la respuesta—. Gracias, es preciosa, pero no deberías haberte gastado tanto dinero.
            Y alargué mi mano mostrando un dorado anillo que rodeaba una piedra con destellos cristalinos. Me tomó los dedos y me los besó. Y la cosa puede que hubiera ido a más si no fuera por el griterío que se había organizado en el comedor. De repente, el causante de tanto alboroto, se encaminó hacia nosotros mientras el maître, muy apurado le perseguía intentando calmarlo. Cuando llegó a donde estábamos, se volvió hacia el jefe del comedor y señalando nuestra mesa dijo:
            —Le he dicho que quiero ésta, como todos los viernes, ¿por qué iba hoy a ser distinto?
            —No se preocupe señor, en unos instantes tendrá libre otra mesa desde la que pueda divisar nuestros jardines —le tranquilizó el camarero.
            —No quiero otra mesa, quiero esa mesa —aclaró deletreando esa con el fin  enfatizar sus pretensiones.
            Todos los asistentes del restaurante nos miraban de reojo interesados en la evolución del conflicto.
—A nosotros nos da lo mismo esta mesa u otra cualquiera —salió mi novio en auxilio.
—Será a ti, porque yo no considero que deba moverme —manifesté avivando el incendio.
—Señora —se dirigió a mí el  hombre que acababa de llegar.
—Señorita, si no le importa, aún no me he casado. El anillo de pedida —aclaré, extendiéndole orgullosa la mano con los dedos desplegados para lucir mejor la joya.
—Señora o señorita, como Vd. comprenderá a mí me da igual. Los viernes, la mesa en la que están Vds. es la mesa en donde yo tomo mi almuerzo, por lo tanto esa mesa es mía.
—Mire Vd., caballero, yo no veo que en ninguna parte ponga que esta mesa le pertenece. Esto de que los últimos serán los primeros, se refiere al reino de los cielos, por lo que elija cualquier otro sitio para sentarse.
—Pero Adela, ¿qué más nos da a nosotros estar en un sitio u otro? —me pidió mi novio con el temor de que la cosa fuera a más y acabara todo con un duelo.
—Por eso que da lo mismo, de aquí no me mueve nadie. Escoja otro lugar para ponerse —defendí mi posición.
Todos guardaban silencio en el salón para no perderse ni una sola palabra de la  innecesaria trifulca que se había montado.
—Veo que pertenece Vd. a ese grupo de personas que se divierten apabullando al prójimo. Muy interesante, creo que voy a tomar asiento al lado suyo.
—Yo en cambio no le considero una persona interesante, sino más bien arrogante. Al grupo de personas en las que me integro son las que no permiten que se les intimide —le rebatí—. Levántese inmediatamente, Vd. no está invitado a la comida.
—Yo no necesito que nadie me invite, tengo dinero más que de sobra para comer cada día en una ciudad distinta: Londres, Nueva York, París…
—Más que presuntuoso resulta Vd. pedante —atajé despectivamente.
—Adela, nos da lo mismo, permite a este señor que se siente en esta mesa —suplicó mi prometido asustado por el cariz que estaba tomando la afrenta.
—Es que ya sabes que yo soy muy torpe y puedo manchar sin querer al invitado que va a pagar nuestra comilona —y dicho esto, pegué un manotazo a la copa repartiendo el vino que había en su interior entre el mantel, la chaqueta y el pantalón del ilustre invitado—. ¡Uy, perdón, ha sido sin querer!
Para sorpresa mía y de todos cuantos allí estaban, soltó una carcajada y con una sonrisa en la boca me habló con afabilidad:
—Es Vd. mucho más divertida de lo que parece a simple vista. En cambio, la apariencia de mujer de mundo no se vislumbra ni con la primera impresión, ni con las sucesivas.
—Una suposición muy sorprendente. ¿Y de dónde ha sacado dicha hipótesis? —me aventuré a preguntar sin prever como iba a acabar aquello.
—No es una hipótesis, es una tesis.
—Pues Vd. dirá —instigué con toda la seguridad que blinda la ignorancia.
—El anillo.
— ¿Qué le pasa al anillo?
—La piedra no es un diamante, es artificial.
Bajé la mirada hacia la alianza, luego levanté la vista y la posé en mi pacífico pretendiente, y por último, eché un vistazo a todas las personas que permitía mi ángulo de visión.
Me levanté con tranquilidad, y sin querer me llevé conmigo parte del mantel.
— ¡Uy, lo siento! Esta vez le he volcado encima la botella de vino. No se preocupe, que se lo limpio —me disculpé metiendo la servilleta en el plato de la sopa que a esas alturas estaba congelada y restregando la chaqueta con ésta.
Mientras me dirigía a la salida me quité el anillo y se lo ofrecí al maître:
—Aquí tiene su propina. ¡Buenos días!

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