Tan cerca en la
distancia
Allá en el campo santo rompí el vínculo que me unía
a ti. Por fin tu persona se encuentra bajo la fría tierra del mes de febrero.
Te has ido, pero aún en la distancia mi mente ha quedado atrapada por el temor
a tu regreso. Desde el otro lado invades mi intimidad con tus toscas palabras,
tu mirar lascivo y tus ásperas manos sobre mi piel.
Mamá
siempre pensó que este odio visceral que sentía hacia ti era fruto de tu rudo
comportamiento para con nosotras. Yo nunca quise decirle la verdad. Bastante
tenía con cubrirse de maquillaje las violáceas magulladuras que la ocasionabas,
y después mentir inventando increíbles historias: el moratón de la mejilla era
un golpe al abrir una puerta, el brazo roto una caída por la escalera. Mamá
siempre mentía. Jamás tuvo la intención de engañar a los demás, pero mentía, y
sobretodo se mentía a ella misma pensando que de la colmena humana, estamos
obligados a inventarlas y depositar nuestra fe en ellas. Mamá y sus quimeras.
El universo de mamá siempre ha estado lleno de ilusos pensamientos y así
permanecerá hasta que la vejez los borre de la memoria.
Yo
en cambio no tengo intención de cambiar estos recuerdos. Si mañana
desaparecieran estas imágenes que resucita mi subconsciente, ¿quién va a
condenar al infanticida de sueños pueriles?
Mamás
sabía de mi sufrimiento, pero nunca adivinó la causa que lo provocaba. Ese afán
suyo por transformar la realidad nos llevaba todas las tardes de los viernes a
la biblioteca. Todas las semanas sacaba una novela romántica, de amores
irreales bendecidos por Cupido. Por aquel entonces, yo ya era conocedora de la
inexistencia de príncipes azules, aunque fantaseaba con intrépidos personajes que defendían a ultranza la
verdad, es por este motivo por lo que en mi elección siempre había libros de
aventuras. Para ti el fin de semana empezaba en el bar y acababa en mi cama. La
borrachera no te permitía discernir entre el bien y el mal, pero sé que aún
ebrio eras consciente de lo que deseabas, y yo me convertía en el objeto para
obtenerlo. Durante algún tiempo no sospeché del peligro que se corre cuando
habitas sobre la cornisa de un mundo ficticio y me dejé llevar por las
fantasías maternas. Utilicé los libros como llaves que posibilitan la apertura
de puertas que facultan la entrada a otros reinos, y me perdí. Tuve que haber
buscado antes la salida y no lo hice, pero el final llegó del modo más
insospechado.
Los
sábados por la mañana hacíamos la compra para el resto de la semana. Mientras
me mandaba ir a comprar pan, ella adquiría una rosa carmesí que guardaba celosamente
dentro de su bolso. Una vez que entrábamos en casa depositaba la flor sobre la
mesa del comedor y con una amplia sonrisa te echaba un piropo nunca merecido:
—Tu
padre, ¡qué encantador que es! Nunca olvida regalarme una rosa.
—
¿Te traigo un vaso con agua y la pones dentro? —la preguntaba yo siguiendo el
delirio que la permitía soportar su trágica vida.
Y
así un año y otro, las dos fuera de la razón, agriándonos el carácter y
avanzando, temerosamente, hacia la perdición.
Nuestros
gustos por la literatura cambiaron. Mi madre empezó a demostrar curiosidad por
tratados de medicina y química, abandonando la lectura de las novelas. Creí que
esto era un buen augurio pues sería la única forma que había para que
reconociera el error que había cometido al casarse y la estupidez de hacer
perdurar dicha relación. Aquel periodo coincidió con la enfermedad de mi padre,
y que a la larga le ocasionaría la muerte. En un primer momento los síntomas
manifestados eran de indigestión. Visitamos a varios galenos, pero aunque las
transaminasas estaban un poco elevadas, nadie aducía la dolencia a ello. Una
madrugada, antes de que los primeros rayos del naciente sol pintaran el mundo
con sus vivos colores, mi padre se despertó tosiendo estrepitosamente. Cuando
encendimos la luz contemplamos una lluvia de granates gotas que regaban el
edredón, la pared y mi rostro. Sí, pude haberme apartado, pero no lo deseé. Agarrando
sus desfallecidas manos, tiré de él y con la rabia diabólica que había sabido
abonar durante tantos años, le miré fijamente a los ojos y repleta de confianza
le increpé:
— ¡Muere!
Después
de enterrar a mi padre, mamá regresó a sus novelas y volvió a perderse en su
inverosímil mundo.
El
hábito de sacar un libro los viernes por la tarde sigue estando presente en mí.
Ya no leo libros de aventuras, la vida es una aventura en sí en la que estamos
obligados a ser protagonistas y no personajes secundarios. He adquirido un
gusto desmedido por la novela policiaca y al igual que mi madre he relegado
para otra ocasión los ejemplares que tratan de química. Posiblemente en un
futuro no muy lejano me vea acuciada a introducirme en el terreno de la
psicología clínica. Necesito saber cómo puedo desembarazarme de su gélida alma
que me quema por dentro. La gran distancia que separa la vida de la muerte nos
ha encadenado para siempre.
Hola guapa,
ResponderEliminarComo todo lo tuyo me gusta mucho y tienes un lenguaje muy rico, un poco demasiasdo aveces, pero bonito.
A la la primer frase, le pondría una coma después de allá.
En el párrafo de Mamá... está bien el uso de un lenguaje figurativo, pero usar frases cortas y directas denota enfado. Mamá, te odiaba en cada golpe. Cada moratón sellaba su odio. O algo así, estaría mejor, expresaría mejor el odio.
En general extiendes frases que quedan mejor reducidas. Ejemplo: El sábado, día de la compra semanal,...
Oscar.
Es posible que tengas razón. Durante el concurso había música cantada en español y para mí es muy difícil concentrarme porque no me oigo cuando me leo el relato.
ResponderEliminarPor cierto, este viernes vamos a quedar.
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