—Pero qué hacéis, estáis tontos.
Abrid ahora mismo si no queréis que os muela a palos.
—Ja, Ja, ahora te vas a pasar un
buen rato ahí, con el muerto. A ver qué valiente eres.
—Abre, Quique, por favor, que
esto no es ninguna broma.
—No. No pienso abrir ni aunque te
pongas de rodillas.
—Reyes, tú no eres tan mala como
esa sanguijuela de tu primo, ábreme, te lo ruego.
—No, Julito, no. Reyes tampoco te
abrirá y te vas a quedar ahí dentro hasta que vuelva la abuela de la estación.
No te quejes que no será más de una hora, justo la mitad de lo que tú me
tuviste en la carbonera de la escuela. O es que ya no te acuerdas.
—Quique, escucha, lo de la
carbonera no fue idea mía, de verdad, me obligó Ramón, el fiscal, ya sabes cómo
se las gasta. Además, en la carbonera no había ningún muerto.
—No, no había muertos, solo había
un millón de cucarachas asquerosas que se me subían por las piernas y tenía que
sacudirlas a monotazos, mientras vosotros os mondabais de la risa. Bueno, ya
está bien de cháchara, nos vamos a jugar con Belén, tu queridísima novia, muá,
muá, muá. Adiós.
Se oyó un portazo seguido de unas
risas que se alejaban, y toda la casa quedó en silencio.
—Quique, Quique. Si me abres te
devuelvo el imán que te gané a las cañoritas, te lo prometo —grité con todas
mis fuerzas y ninguna esperanza. Los dos se habían ido. Ya nadie me oía.
Juré a voces que los mataría, a
los dos. Después de sacarles los ojos, después de partirles las piernas y los
brazos, después de destrozar sus narices, orejas y morros a mordiscos, después
de arrancarles las uñas, después de… ¡Brrrr!
La habitación donde mis primos me
encerraron a traición era la más fría y oscura de la casa, los abuelos la
llamaban “la bodega” y se usaba de despensa. La pared de enfrente estaba casi
tapada por un gran armario de obra con estantes de madera donde se guardaban
las conservas, las patatas, el arroz, los fideos y las legumbres. A la
izquierda según entrabas había un banco de madera sobre el que se ponían las
zafras de la leche recién ordeñada. Colgados de las vigas, había largos palos
de los que pendían chorizos, lomos y un jamón previamente ahumados en la
hornera. Suspendido del techo, en la esquina del fondo a la derecha, llamaba la
atención un armazón cuadrado de madera, tapado con tela de alambre muy fina, que
llamábamos “mosquera” y servía para guardar carne fresca y queso. Todo eso siempre
estaba allí, y olía muy bien, sobre todo al atardecer, cuando llegabas a casa
con más hambre que un lobo, y la abuela te mandaba por un chorizo. Pero hoy, en
medio de la oscuridad, también estaba el muerto. Lo habíamos matado ayer muy
temprano.
Podía acercarme a la ventana
enrejada y abrir las contras para que entrara un poco de luz, pero una fuerza
invencible me mantenía pegado a la puerta. No me atrevía ni a mirar atrás.
Sabía que él estaba allí, colgado boca abajo, y solo imaginarme frente a su
cuerpo blanco, casi rosa la piel de tan limpia, me paralizaba. Es curioso,
cuando era nuestro prisionero y estaba vivo no me daba miedo, es más, me
gustaba darle de comer y rascarle la cabeza y la espalda con un palo, y él se
quedaba todo quieto y lo agradecía con leves gruñidos de placer. Sin embargo,
ahora, que está muerto, me aterroriza estar a su lado.
Después de varios intentos, pude
volver un poco la vista hacia el cadáver. Qué espanto, un hilillo de sangre
medio seca colgaba de sus narices de dos cañones, y había formado un pequeño
charco brillante en el suelo. Sus ojos inútiles estaban cerrados por pestañas
de pelo rubio muy fosco. Qué me puede pasar, pensé para tranquilizarme. Nada.
Los muertos no hacen nada. En esto se oyó un crujido de madera y casi se me para
el corazón. Probablemente ha sido el palo del que está colgado por los talones.
Dios mío, que no se caiga. Si cae sobre mí, me muero.
Palpé la pared a mi izquierda hasta
encontrar el banco donde se colocan las zafras de la leche. Había hueco y me
senté muy despacio, como si temiera hacer ruido y despertarlo. Apoyé la cabeza
en mis rodillas, cerré los ojos y me puse a rezar. Sí, sí, no se me ocurrió otra
cosa que rezar. Para qué, no lo sé, pero acudieron a mis labios, sin yo
proponérmelo, todas las oraciones que aprendí en la catequesis de la primera
comunión. Salves, padrenuestros, glorias, salmos y alabanzas se peleaban por
salir las primeras.
De pronto, oí un ruido y me
incorporé en el banco, ahora reluciente de aluminio de lecheras. No sabía
cuanto tiempo había pasado. Levanté las manos para proteger mis ojos habituados
a la oscuridad y, a través de la luz cegadora que entraba por la puerta abierta,
pude ver la silueta de mi abuela, plantada en el umbral.
—Pero qué haces tú aquí. Vaya un
sitio para echarse a dormir. ¿No tienes miedo al gocho? —yo, aturdido, negué
con la cabeza—. Pues serás el único que no le tienes miedo, hijo. Anda, llena
este plato de patatas, y ven a ayudarme a hacer la comida, que tus primos
estarán a punto de llegar.
Sentí una extraña mezcla de
alegría, vergüenza y rabia. No conté lo que había ocurrido, no quise enredar a la
abuela con nuestras guerras de niños. Fue entonces, mientras pelaba las
patatas, cuando concebí la más cruel de mis venganzas, pero esa es otra
historia.
Hola, sólo por situarme, ¿habíais quedado en hacer un relato sobre una foto? Estoy perdida porque no es uno de mis ejercicios, ¿verdad? (que yo recuerde). Contadme, plis :-)
ResponderEliminarSí pero a mi aún no me ha dado tiempo.
EliminarMuy original, ¿qué le daba miedo el cerdo o la obscuridad? Es ingenioso
ResponderEliminarEs un ejercicio que propuso Gloria hace dos o tres semanas. Llevó unas fotos, nos las repartimos y se trataba de escribir algo sobre lo que te sugería la foto. A mi me tocó una foto de la matanza de un cerdo.
ResponderEliminarCuando era pequeño, el cerdo muerto (se tenía un día entero colgado antes de despiezarlo) me daba mucho miedo.
La parte del diálogo:
ResponderEliminarSi intentas hablar como un niño, no lo líes tanto. Deja las descripciones o la puesta en situación fuera, en otro plano. Un niño se expresa de manera sencilla.
Muy bien descritos los sentimientos y la habitación. Eres un genio en eso.
Te queda pulir un poco los diálogos. Cuando los haces sencillos te va mejor.
Oscar.