lunes, 19 de marzo de 2012

Ejercicio 9.2. Paco



La Dieta Díez Modificada

          La oficina nº 211 esta en un local diáfano, muy amplio. Sendos tabiques de plástico separan el espacio por zonas según la actividad. Las mesas de las secretarias, por ejemplo, están agrupadas en cuatro formando una mesa más grande, una especie de círculo, por el que las chicas van rotando cada mes, de este modo cambian de tarea. A la derecha de Merche, este mes se sienta Eva, y en frente tiene a Ana, que ha tenido que salir, a su izquierda le toca a Rosa.

—Sabéis chicas, estoy haciendo la dieta de la gamba —anuncia Merche—, y que queréis que os diga. ¡Fenomenal! ¡Ganas tenéis de estar a vueltas con la dieta de la alcachofa! ¡Con lo ricas que están las gambas!
Que raro —se extraña Eva—, tú a dieta.

          El aire acondicionado de la oficina esta muy bajo y es molesto sobre todo para las mujeres más mayores,  la mayoría llevan puesta la bata de la empresa para no quedarse frías. Merche separa los sobres para echar al correo de hoy, y escribe las direcciones de los de mañana. Ocupa la mesa más cercana a la salida del aire, pero en este momento esta acalorada. Es la sexta o séptima dieta que empieza. Como cada tercer lunes del mes.

—Me la recomendó una amiga —se lanza Merche—, que tiene unos vecinos, los Díez, que estaban muy gordos y en dos meses han perdido, dice, unos quince kilos de media cada uno. No sabes como estaban, dice. Yo tengo que perder diez quilos, dice que igual en mes y medio me quedo estupenda. Justo para mi santo a principios de verano.
—¡Ah! —se sorprende Rosa, —que bien, ya nos la pasaras.

          A la luz artificial de los fluorescentes encendidos durante las ocho horas de la jornada hay que añadir las mismas horas de pantalla de ordenador.  Todas usan gafas, Rosa y Eva las descansan sobre  el escritorio y se muestran expectantes.

—Llevo tres días y estoy encantada —se pavonea Merche—. A mi las gambas me salen fenomenal. Están que te mueres y a la plancha es que me privan. Con bien de sal y  un chorrito de limón, acompañadas a ser posible con un buen vino blanco, muy frió, un verdejo de la cooperativa de la seca, el cuatro rayas, o del otro, el tipo champagne. ¡Es total!.  A mi marido le hago verduras cocidas, él se lo pierde.
—Le pongo yo verdura a Rafa, —explica Eva— y me la tira por la ventana.

          Rosa abre su página de correo electrónico, quiere enseñarlas una presentación que  ha recibido. Las flores que la regalaron por su cumpleaños  y que se lucen muy cerca de la esquina de la izquierda de  su mesa claman retirada, ya huelen solo a hierba. Rosa no pierde el hilo del relato.

—Pero, dice que hay que tener cuidado con el vino, —sigue Merche—, por el alcohol, que son calorías vacías y suman en la báscula. Bueno procuro tomar poco.
—A mi no me gusta el vino  —aclara Rosa—, pero Jose no sabe comer sin el.

          Merche ha venido hoy muy mona, con una falda tubo negra y una blusa de raso en tonos beige algo amplia, por eso no se la marca la camiseta polar, ni el broche del sujetador. Se encuentra muy cómoda vistiendo faldas.

—Bueno que me lió —continúa Merche—, lo que os contaba de la dieta. Para desayunar tomo un vaso de agua, del tiempo, más bien grande y un trozo de pan del día anterior. Dice que puedo tomar un zumo de naranja y café, pero generalmente no me apetecen.
—Yo no soy nadie —explica Eva—, hasta que me tomo el primer café y me  fumo el primer el cigarro.

          Y según lo dice le entran unas ganas terribles de salir a echar un pitillo, pero el jefe ya las advirtió ayer, que tienen que venir fumadas y con todo hecho de casa. Menudo esta el jefe últimamente.

—A media mañana —prosigue Merche—, tengo que almorzar ocho o diez gambas cocidas y un yogur desnatado. Luego os lo enseño. Puedo añadir un té sin azúcar. Bueno,  el marisco lo dejo cocido cuando me levanto.
—Menudo lió —Rosa aturdida—, hay que tener ganas.

          Rosa se imagina, ella misma, colocando el lavavajillas: las cazuelas, los platos, vasos, recipientes de congelar, cubertería, etcétera. Tendría que llamar a casa, que esta su madre con la niña; un poco mas tarde mejor.

—No, no me cuesta —sostiene Merche—, después del desayuno pongo a hervir bastante agua con sal y una o dos hojas de laurel, cuando lleva cinco minutos hirviendo echo treinta gambas que he tenido descongelándose toda la noche. Cuando rompe el hervor otra vez, las dejo tres minutos  y rápidamente las escurro y enfrió bajo el chorro del grifo. Las guardo en la nevera en tres táperes y el caldo de cocer a parte.
—¿Y por qué no las compras cocidas? —se inquieta Eva.

          Eva escoge de entre los bolígrafos de su mesa el de la tinta naranja y con el anota en un folio de los nuevos la manera de cocer las gambas. El sábado lo intentará. Antes de salir al descanso del almuerzo,  Merche la repetirá los pasos exactos un par de veces.

—Me gusta hacerlas a mi estilo —aclara Merche—, me enseñaron unos amigos de Cádiz, y además que suelo cocer la caja entera, para dos o tres días, ya que me pongo.
—Mejor así, claro —cree Rosa—, solo manchas una vez.

          Ya tiene todos los sobres, solo la falta cerrarlos. Una madurez como de tomate se le ha subido a la cara a Merche, que utiliza un sobre de los grandes a modo de abanico. Suspira, toma aire. Bebe agua de la botella.

—A la hora de comer —detalla Merche—, tomo una taza del caldo, frío o caliente, depende, le puedo añadir las barritas de “surimi” que quiera. Luego me pongo una ensalada verde, con dos o tres cosas verdes, lechugas, pimiento, pepino o escarola, con cebolleta muy picadita y diez gambas por encima y aliñado todo con limón y una cucharada, medida, de aceite. De segundo pechugas “villeroa” sin harina y sin pan. Y de postre fruta de temporada, una pieza pequeña o en su defecto piña de bote. Y luego un café solo con sacarina.
—Que nivel —se mofa Eva—, ni en el “rich”.

          Desde el despacho del jefe, dos biombos más a la derecha, se escucha perfectamente la conversación de las empleadas. Hoy no suben el tono, es el suyo habitual. Solo lo bajan cuando hablan de él, o esta muy cerca. Dos chicos del departamento de informática y la de enlace entre departamentos no pierden ripio tampoco.

—Las otras diez gambas  las como en la cena con un yogur y un poco de queso fresco a poder ser sin sal. Algunas veces las hago  a la plancha para cenar, en la rustidera. Te chupas los dedos. Eso sí, hay que masticarlas muy bien, diez veces con cada lado de la boca. Así sacas totalmente el sabor.
—¿Y tienes que contar  —pregunta Rosa—, las diez veces con cada mandíbula?

          Las secretarias utilizan una silla particular, la tienen adaptada a sus gustos. Según cambian de lugar se llevan su silla. Cada una a su altura y con la inclinación que las va. En realidad son  costumbres a modo de manías  que tiene y que las entretiene.

—Y hay que beber mucha agua —sentencia Merche—, por lo menos  dos litros al día. Así que estas todo el tiempo meando.
—Mucha gamba, me parece a mí —opina Eva—, todos los días.

          Rosa abre un mensaje que le acaba de entrar: “¿Tú te lo crees?”  Es de Eva. La mira con incertidumbre. Eva mueve  ligeramente la cabeza de izquierda a derecha como diciendo: a esta la dura la dieta lo que dure la semana.

—Bueno —reanuda Merche—, todas las comidas, dice, es muy importante, masticar las diez veces, Y hay que beber mucho agua, mas de un litro.
—Como dice José —dice Rosa—, el agua para las ranas. Yo, que solo bebo leche.

          Merche se atusa un poco el pelo, con la otra mano gira un cuarto el anillo de casada, se ahueca los collares. Calca el montón de sobres alargados. Observa la cara de asombro de Rosa. A Eva ya la conoce.

—Y puedes merendar —se jacta Merche—, vamos, ¡que tienes que merendar!. Dice que un café, si es con leche  tiene que ser descremada, o un té u otra infusión.
—Mas agua —sarcástica Eva—, ¿dices?

            El calendario de la pared indica que hoy es San Telmo. Sobre el archivador grande una mini estación metereologica, capricho del jefe,  indica la humedad relativa en el 50%  y la temperatura interior de 22º. El encargado las informa que se encuentran en valores de confort, que no se quejen tanto. Es lo que recomienda el ministerio.

—A la semana —añade Merche—, dice que hay que empezar  con los frutos secos, a media tarde o en el desayuno. Se comen diez avellanas, o diez almendras tostadas; pero si son nueces solo cinco, o sea diez mitades. Dice que pueden ir intercalando, cada día de unas.
—Mira que ameno —se asombra Eva—, ya me va gustando más.

           Rosa comprueba la impresora que se ha vuelto a atascar, cierra, abre, carga más papel. No sabe aun que tiene que darla un porrazo para que se active de nuevo.

—No te creas —replica Merche—, que si no te gustan mucho como es mi caso,  te cuesta comértelos.
—¿Y no lo puedes cambiar —Rosa a lo suyo— por piñones, por ejemplo?

          De pronto se escucha  jaleo por los pasillos de la planta, portazos, el ascensor, pisadas. Un delicioso aroma a café provoca pequeños truenos en los estómagos de las administrativas.

—¿Qué hora es por cierto? —Merche intranquila—, que tengo que hacer las hojas.
—Son y media —lee Rosa en su reloj—, falta un poco.

          Merche mira al reloj de la pared, va puntual. Tiene que comprar, piensa, uno así para la habitación de los niños, con despertador para que le apaguen ellos.

—Y bueno —algo inquieta ya Merche—, tienes que hacer diez minutos de ejercicio después de cada comida; subir escaleras, pasear, bicicleta…

—Bastante hacemos —gruñe Eva—, todos los días fregando.

          Rosa siente un escalofrió, se cierra la chaqueta, se ajusta los cuellos. Busca el mando para apagar el aire. Es una helada, también en verano.

—¿Y hay que contar el ejercicio —se interesa Rosa—, que hago con Jose?.

—Sí, lo que quieras —ratifica Merche con guasa—, también es ejercicio ¿No?

          Eva ha sacado del bajo de su mesa las magdalenas que trajo ayer del pueblo, y la caja de bombones que las ha regalado Licinio, el vendedor de los cartuchos de tinta,

—Pásame, por favor, una magdalena Merche —pide Rosa—,  que están  muy buenas.
—Todo esta rico —sentencia Merche—, comiéndolo con ganas, pero donde estén unas gambas, vamos,  que se quiten todos los bollos.
—Para mí que se quedan pobres —convencida Eva—, ¡Donde esté un buen cocido!

          No ha sonado el teléfono en lo que va de mañana y  es muy raro para ser el primer día laboral de la semana. Se rumorea en los corrillos, han dicho, siempre es “que han dicho”,  que la compañía va a solicitar un ERE. Y sí que se nota cierto nerviosismo entre el personal.

—Bueno, luego cerráis la bolsa —pide Merche—, que si no se quedan duras.
—Vale, ya lo hago yo —se ofrece Rosa—, que me voy a comer otra.

           Las chicas suelen tener algo de picar guardado en este espacio, unos caramelos, pequeños bollitos, galletas saladas… cualquier cosa. Lo suelen sacar para el café.

—¿Qué tienes ahora? —pregunta Eva.
—Me toca coger el teléfono hasta las doce —informa Rosa—, bien porque estoy sentada.
—Bueno, ¿qué? —vuelve Merche—, ¿fumamos un cigarro?.
. —¿Ya has terminado con los papeles? —se asombra Eva
—Los informes ya los había archivado el jefe —se congratula Merche—, y para mañana no hay nada pendiente.
—¡Que suerte hija! —la envidia Rosa—, si fuera yo habrían sido tropecientos mil.

         Cogen cada una sus bolsos, sus chaquetas, pasan por la maquina de la entrada y se instalan de pie en la puerta de la calle, a fumar.


2 comentarios:

  1. Jo, qué bueno, Paco.
    Tengo comentarios que hacerte, pero con calma.
    Good night.

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  2. Esto de las dietas está siempre de moda, todas ellas diseñadas con filosofía simia. Muy real.

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